¡¡¡Vacaguaré!!!

Su vida ha terminado por convertirse en un plano secuencia en el que apenas quedan registrados molestos y antipáticos flash back.

Amores y amistades en las que creyó y que acabaron trituradas en amargas traiciones. Más dolorosas por lo inocente y estupidas que resultaron.

Nuestro personaje se encuentra en el Auditorio donde se entregarán los Premios Canarias y va vestido con unos de esos trajes Dustin que se venden en el Corte Inglés. La corbata, heredada de su padre, es de un azul oscuro que hace juego con su camisa azul celeste también Dustin. 

Al fondo escucha como un eco la nada. La nada tiene sonido. El sonido perfecto y ensordecedor que es la nada.

¿Tiene miedo nuestro personaje?

Por lo que intuyo no.

Se deja llevar…

Aunque ahora sonríe.

Una sonrisa triste ya que vio por fin, fin, El demonio bajo la piel. 

Y piensa, ahí sentado entre otros emperifollados asistentes, que la excelente novela de Jim Thompson El asesino dentro de mi no se merecía esta adaptación.

Entiende que no supo contagiar el espeso caldo sexual que emana las páginas del libro.

 A su juicio por una mala elección de reparto.

Se cree poco a Cassey Affleck como Lou Ford.

No traga a la sedosa Jessica Alba como prostituta incendiaria. O la mujer que desata los demonios reprimidos de su protagonista.

Su director, Michael Winterbottom, rueda además esta historia sin sentimiento. Como si estuviera acojonado ante la bomba inteligente que tiene entre las manos. 

El filme resulta gélido.

No tiene sentimiento ni emoción.

Como el acto de entrega de estos mismos Premios Canarias a los que asiste con su traje Dustin.

Se remueve incómodo en la butaca, algo borracho por la mezcla de perfumes que llegan a su nariz.

Quiere verse rebuscando en su caótica biblioteca con el objeto de releer otra gran novela de Jim Thompson: 1280 almas antes que en la pantalla de su existencia de cucaracha aparezca el inevitable The End.

Piensa que el volumen que tiene fue editado en la colección Novela Policíaca de Bruguera Libro Amigo, 1980, y la traducción firmada por Antonio-Prometo Moya.

Recuerda a trompicones que la novela apenas llega a las doscientas páginas.

Y que la devora en un día mientras la alterna con otras lecturas igual de insignificantes.

Y reflexiona mientras Paulino Rivero suelta el discurso de siempre. Aunque ahora evoca, como un eco, a la señora.

Nuestro hombre compone un esquema de por qué le ha vuelto a envenenar 1280 almas.

1.- Se da cuenta que apenas recordaba algo de 1280 almas.

2.- Descubre a un Jim Thompson que fue un maestro para retratar a perfectos hijos de la gran puta.

3.- Descubre también a un escritor que hizo equilibrios para que el lector  estuviera del lado de la víctima. Entiéndase el perfecto hijo de la gran puta.

4.- Y escupe una risa tonta y siniestra porque sabe que esta novela malvada es un delicioso pedazo de carne cruda que despierta al caníbal que lleva dentro.

5.- Y  quiere más. Quiere más carne cruda.

6.- Nuestro personaje, rodeado de caretas, entiende que Thompson es veneno. Un matarratas para todos esos hijos de la gran puta que venden verdad por mentira. 

Y piensa, mientras se deja dormir, que el protagonista de 1280 almas es un policía llamado Nick Corey que tiene un peculiar sentido de la justicia que podría resumirse en “no me toquen los cojones”.

“Sí así están las cosas, así se harán las cosas.”

Corey es un tipo brillante que se camufla de imbécil mientras soporta como otros perfectos hijos de la gran puta se disfrazan de ciudadanos ejemplares que disfrutan apaleando a negros y tirándose a sus hijas.

Así que Corey es un cínico hijo de puta que hace argo (aparentando que no hace nada) en una sociedad que está formada por 1280 perfectos hijos de la gran puta.

Nuestro hombre vestido con su traje Dustin ha releído a Thompson.

Y mientras el dulce veneno del gas que dejó abierto en ese Auditorio en el que ahora se encuentra lo atonta más de lo que está, piensa que este es el único camino que le queda para mostrar su indignación.

Se coloca un cigarrillo en la boca y juega con el Zippo que le regalaron cuando los tiempos no eran mejores ni peores.

Un caballero lo mira con mala cara.

Una señora le recuerda que no se puede fumar.

Nuestro hombre sonríe.

Saca lo colmillos.

Y enciende la llama del Zippo.

Saludos, booom, desde este lado del ordenador.

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