‘Vida y destino’

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“La vida era terrible. Era como si pudieran comprender, como si cada uno pudiera leer en los ojos del otro que la fuerza que los había empujado a aquel foso y les había hundido la cara en el barro continuaría oprimiéndoles después de la guerra, tanto a los vencedores como a los vencidos”.

Hay novelas que te llegan al alma. Libros que incluso cuando descansas en su lectura siguen poblando y cambiando las piezas del rompecabezas de tus ideas. Es como si te poseyera el espíritu de la obra y que tu vida no importa y sí la de los personajes protagonistas a los que tú has dado rostro, cuerpo, gestos… Cuando un lector tropieza con un libro de estas características comprende entonces que leer es un acto placentero y profundamente adictivo. Es más, o eso al menos me ocurre, no deseas que se acaben las páginas que devotamente vas pasando, y demoras en el momento final porque sientes que, como escribió Raymond Chandler, decir adiós es morir un poco.

Tuve la suerte, o la desgracia según se mire, de que me regalaran en Navidades Vida y destino de Vasili Grossman (fotografía de abajo) y si bien conocía de referencias la obra, elogiada por la crítica especializada que casi nadie lee en los suplementos culturales de este país, admito que en un principio me asuste por el grosor del volumen, más de 1.000 apretadas páginas, aunque me atrajo el ambicioso fresco histórico que su autor, periodista y escritor judío tocado por la tragedia, había pretendía recrear: Una historia coral, sin protagonistas absolutos, de la II Guerra Mundial en la Rusia soviética. La novela contiene, no obstante, excelentes descripciones de la batalla de Stalingrado así como de los siniestros campos de exterminios nazis en el que quizá sea uno de los capítulos más emocionantes y sentidos del libro, pero va más allá del odio entre los hombres para bucear en el espíritu de la gente de a pie, hombres y mujeres a los que el conflicto bélico transforma su vida y su destino.

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Algunas voces como la de Martin Amis se han atrevido a comparar esta novela con La guerra y la paz de Tolstoi del pasado siglo XX. A mí, personalmente, las comparaciones siempre me han resultado odiosas, pero independientemente del amplísimo mosaico que Grossman propone en su novela, me quedo con las sensaciones, las estampas y descripciones de una situación límite en la que siempre hay un destello de luz, un rasgo de humanidad que justifica tanta podredumbre humana.

Me resulta, no obstante, muy difícil intentar traducir en palabras todas las sensaciones que me han sacudido tras la lectura de esta magna obra. Son demasiados los episodios, sus personajes, las situaciones que describe para que sea capaz de transmitir lo colosal que es este libro, sobre todo porque es un canto al hombre y al amor pese a las adversidades. Y un monumento literario al pueblo ruso, castigado por el odio irracional de los nazis y castigados cruelmente por un Estado cuya encarnación demoníaca tuvo la forma de Stalin.

El libro está editado con un cuidado exquisito por Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores y está excelentemente traducido por Marta Rebón. Grossman dedica este pedazo de literatura con mayúsculas a la memoria de su madre, persona a quien evoca en una emocionada carta que envía una de las protagonistas del libro a su hijo camino de la cámara de gas.

Su lectura te hace saltar las lágrimas aunque también sentirte mejor persona.

“Cuando más optimistas son las personas más ruines y egoístas se vuelven”.

“Cuanta más tristeza hay en un hombre y menor es su esperanza de sobrevivir, mejor, más generoso y bueno es éste”.

Dioses, cuento los días para volver a releer este magnífico libro. Es Vida y destino.

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