Controlando al ‘mago’ que llevamos dentro

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¡QUÉ GRANDE Y PATÉTICO ES IR AL CINE!

Esto de ir al cine me sigue proporcionando gratos momentos desagradables. Tan gratos y desagradables que si no existieran esto de ir al cine no sería –al menos para quien les escribe— una especie de odisea de todo a un euro.

Y digo que esto de ir al cine me hace pasar buenos y malos ratos (dentro siempre de un cuadricular orden) porque gracias a esas ya no tan extrañas anomalías saco conclusiones cada vez más tontas de la condición humana.

La primera de ellas es que esa palabra mágica y en boca de todos como es educación se ha convertido en papel quemado, en trágicas cenizas por el amplio número de descerebrados con los que cada día tengo que toparme. No es una cuestión generacional la de ser lo que conocemos por esta tierra como mago a secas. Ese mago que no define ya al campesino canario sino el mago que habita dentro de nosotros mismos.

TIEMPO DE CONFESIONES

Sí, lo admito. Yo también llevo un mago dentro. Un pequeño pedazo de mago anclado en uno de los rincones más oscuros del alma. Lo que quizá me diferencie, como a tantos otros, es que intento mantener oculto ese lado irracional que nos define a los habitantes de estas ínsulas. Ésa y no otra es la razón que hace que mantenga dormido a uno de los tantos monstruos que dominan mis emociones.

No obstante, el problema, o mejor el asombro, es que soy consciente que como al resto de los demonios que duermen la siesta en mi espíritu, le resulta sorprendentemente fácil despertarse de su letargo. Y entonces se escapa con tal furia que me resulta dolorosamente difícil doblegarlo.

No obstante, la costumbre, el morderme la lengua y cerrar los puños, está logrando lo que hasta hace unos meses me parecía una tarea casi imposible: dominarlo. Huelga escribir que el esfuerzo me está resultando francamente molesto.

Y me resulta molesto porque observo que mientras hago el intento que el mago que llevo dentro descanse, a los demás les importa un comino y sacan el suyo como seña de identidad.

De hecho, y quizá los disculpe (humanista que soy) es porque viven felices adoptando esa identidad de mono sin evolucionar. Actitud que, de veras, en ocasiones me divierte siempre y cuando no resulte agresivo a mi entorno.

ÉRASE UNA VEZ EN UNA SALA OSCURA…

Les contaba todo esto porque el viernes pasado volví a vivir una situación tragicómica en un cine que me dio pie a esta reflexión.

Me encuentro en una de las salas de esos multicines sin nombre para ver La carretera, filme inspirado como todo el mundo sabe en la abrumadoramente triste novela de Cormac McCarthy.

La versión cinematográfica recoge muy bien ese ambiente cenizo y de final de los tiempos que tan bien describe el escritor de Meridiano de sangre (título que para mí sigue siendo el mejor de su carrera literaria), así que la mayoría de los espectadores que nos encontramos en el cine sabemos de qué coño va ir la historia.

Así que entro en la sala con las luces apagadas. Busco mi butaca y me siento para disfrutar de los trailler. Momentos que siempre me ha encantado antes de que empiece la película en sí.

Y entonces. Oh, entonces

empieza La carretera.

VIAJE AL FIN DE LA NADA

Y mientras procuro sumergirme en esa amarga historia desesperada escucho a mi lado, como en sensurround, un crunch, crunch que me despista. De hecho, mientras la pareja protagonista del filme se esconde de los caníbales del nuevo mundo que ya tiene fin pienso que se trata del masticar de esos mismos caníbales sólo que…

¿Qué oigo?

¿Qué extraña música penetra en mis oídos?

El crunch se tranforma hora en un sluuurp francamente repugnante.

Miro de reojo y veo que la bestia que tengo al lado es el causante de esos rebuznos. Lo que me descoloca, porque el tío y la chica que lo acompaña están más pendientes del cubo de cotufas que tiene él sobre las rodillas y del vaso de refresco que de la película.

Continúa la proyección de La carretera con sus malos rollos. Se intercalan los recuerdos de la madre. La voz en off subraya lo chungo que puede ser nuestro mundo cuando pueda dejar de ser nuestro mundo.

Lo peor de todo, sin embargo, es que estoy más pendiente de esa pareja de jovencitos que del filme. Quizá, razono ahora, porque concentrados en sus cotufas y refrescos les importa un bledo que los protagonistas de la cinta se conviertan en alimento de los “malos”.

De hecho, hasta creo que la pareja se ha equivocado de película. Que se metieron en La carretera esperando ver otra americanada. Aunque se da el caso, singular, que ni ella ni él hablan porque tienen la vista clavada en el cubo de cotufas mientras sorben el refresco.

Espero pacientemente a que se les terminen las chucherías con los ojos pegados en la pantalla y en la pareja que tengo al lado. Es como si asistiera a dos películas no tan diferentes.

¿SE HARÁN PREGUNTAS?

Me pregunto así qué dirán cuando aparezca el barco con el nombre de esta isla en la que vivo con una inquieta sonrisa. El crunch, crunch se va apagando a medida que avanza la desoladora acción del filme.

Pero me quedo con las ganas de saber qué hubieran dicho cuando vieran en pantalla el nombre de la herrumbrosa embarcación (vean la película y sabrán por qué) así como de reconocerlos cuando llega el inevitable pero esperanzador The End de la película.

La pareja de magos se escabulle nada más aparecer los títulos de créditos finales. Y como soy de los que tiene la mala costumbre de quedarse hasta que el filme concluye, admito que soy incapaz de reconocer a esos dos individuos que casi sacan al mago que llevo dentro.

No me fue difícil controlarlo, admito. Aunque hubo un momento, cuando al chaval de las cotufas le sonó el móvil que casi lo saca fuera en forma de soberano tortazo.

Venció, les digo, mi sentido de la sensatez. Sentido que cada día tengo más desarrollado, huelga decirlo.

Caminando a casa con las manos en los bolsillos llego a la conclusión, no obstante, que en esta carretera que es la vida efectivamente hay buenos y malos.

Y algo me dice, aún con voz pequeña, que si sigo así, es más que probable que yo sea de los buenos.

Saludos, encadenando a ese King Kong que llevamos dentro, desde este lado del ordenador.

6 Responses to “Controlando al ‘mago’ que llevamos dentro”

  1. Nando Parrado Says:

    Bueno, Eduardo, pero ¿qué te pareció la película? Espero tu sabia opinión porque yo también la vi (y también comí cotufas, por cierto…) y aún no sé bien qué impresión me queda.

  2. Ike Janacek Says:

    Si semejantes tarugos aguantaron hasta el final de la película sin atragantarse… Bueno, deben ser de ese tipo de gente que ve el telediario mientras cena, o tener el corazón de trapo, o qué se yo. Menudas tragaderas.

  3. editorescobillon Says:

    ¿La película, Nando? Pues la película está bien pero parece muy fría, distante, no conectas con ella…

  4. elintenso Says:

    Sí, le falta algo de empatía. Personalmente, me gustó. Y Sr. Editor, me pasó lo mismo que a usted. Yo simplemente huí hacia otra parte del cine. Menos mal porque ahora tendrían una página de sucesos así de grande. Y Daswani se solazaría todo con la truculenta historia del tipo que fue al cine a ver una pinícula con su pibita, a comentar cada escena a voz en grito y a comerse sus cotufas como si fueran las últimas cotufas de la tierra y acabó degollado por un mal tipo al que le gusta ver el cine, al menos, en silencio. Luego me miraron raro. Acaso seré yo el raro, ¿editor?

  5. carlos lite Says:

    Qué tal editor??? tengo ganas de ir a verla, porque el libro me gustó… quizá no pase a la historia de la literatura pero es una novela que atrapa, corta pero muy intensa… por el trailer parece que han logrado crear la atmósfera que transmite el libro… ya te contaré

  6. editorescobillon Says:

    Estimado Intenso tal y como están las cosas pues a mí me parece que sí que somos los raritos…
    Esatimado Carlos: vaya usted y disfrútela. Eso sí, lleve una navaja y clávesela al vecino que tenga al lado con un cubo, un puto cubo de cotufas.

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