Al final siempre nos quedará Chejov
Sucedió hace muchos años. Por mediación de un buen amigo que tuvo la revelación y fruto de su empeño entusiasta y constante en que no dejara de leerlo, me procuré una antología de cuentos de un escritor del que sólo tenía hasta ese momento referencias por sus obras teatrales: Anton Chejov.
La antología, titulada Cuentos imprescindibles al cuidado del también escritor Richard Ford, se convirtió a partir de aquel día y nada más abrir la portada y sumergirme en sus textos en un descubrimiento. En uno de esos libros que te parten el alma, te conmueven porque están repletos de vida.
Leo y relejo a Chejov desde ese día como un sediento al encontrar en sus páginas lo que no encuentro en otras páginas de otros tantos autores: que se me meta por dentro, que me empape de sus personajes, que sufra con ellos, que les tenga piedad…
Hará dos semanas, o quizá fueron tres porque ya no me acuerdo, me encontré en el Rastro de la capital tinerfeña con un viejo volumen editado en los años cincuenta por Austral con un relato que desconocía del maestro: Historia de mi vida. El volumen apenas llegaba al centenar de páginas pero confieso que he tardado casi dos o tres semanas en leerlo desde que lo encontré olvidado en una mesita junto a otros tantos libros en lamentable estado, porque Chejov ha vuelto a partirme el alma. Ha vuelto a que sienta tristeza y piedad por los personajes que se mueven en esta extraordinaria novelita corta que te habla directamente al corazón. Que te toca los sentimientos, que te hace ¡será posible! más bueno. O al menos más justos con quienes te rodean.
No se rían. En estos días que ya se han ido, he disfrutado con refinada lentitud de una novela corta que se me ha hecho necesaria para aguantar las idioteces diarias ante las que me enfrento. Se equivocan, no obstante, los que piensen que su lectura les hará más fuerte porque con Chejov nunca es así. O conmigo nunca ha funcionado así. Chejov en todo caso limpia la sucia habitación donde mucho me temo resguardo a mi espíritu.
No hay trampa ni cartón en este escritor ruso que hizo del relato corto una obra maestra. Sus cuentos son tan insólitamente densos que merecen relecturas para desenmarañar esa tela de sentimientos que se te escapan con una sola lectura. Conectas con su universo, y ese universo conecta contigo porque supo, tuvo el don, de mirar a los monos sin pelo no a la cara sino a lo más profundo de su corazón. Por eso para mi sigue siendo uno de los más grandes, y un faro necesario que me guía por este extraño sendero que es la existencia.
Chejov, al igual que el mejor Guy de Maupassant, demuestra que el cuento sirve para narrar algo más que una anécdota brillante. Porque un cuento, cuando cae en sus manos, te emborracha de tristeza o de júbilo… casi como si acariciara tus dormidos sentimientos. Es literatura en estado de gracia. Tanta, que en mi locura por encontrar a otros escritores que me susciten tanta revelaciones soy consciente que lucho contra molinos de viento porque sé que se trata de una batalla perdida.
Por ello, afortunadamente, siempre pienso: “no te preocupes, al final siempre nos quedará Chejov. Siempre nos quedará el mejor Guy de Maupassant”.
Saludos, tocado y hundido, desde este lado del ordenador.
Septiembre 22nd, 2010 at 21:58
De acuerdo con usted, pues tengo la suerte de haber adquirido hace años esa edición de “Cuentos imprescindibles”, aunque echo de menos algún que otro relato magistral del autor ruso. Por lo de Maupassant, precisamente en estos momentos releo pasajes de la estupenda novela “Bel Ami”. También siempre nos quedará Isaac Babel. Eso, a leer y releer a los más grandes.