Soñadores

Me entero gracias al cada vez más imprescindible blog Versión muy original alojado en la edición digital de El País que Terry Gilliam vuelve a anunciar que tira la toalla con The man who killed Don Quixote, por lo que entiendo detiene la que debería ser su personalísima reinterpretación del mito cervantino. Parece que con este proyecto le sucediera lo mismo que a Orson Welles cuando pretendió llevar su Don Quijote a pantalla grande: quedarse a medio camino para los que, como quien les escribe, seamos más huérfanos si cabe cuando les late el cuerpo y el espíritu al anunciarse un nuevo trabajo de todas esas personas a las que toma en serio.

Supongo que esta sensación nos pasa a casi todos los aficionados a cualquier cosa. Y si bien uno no sabe muy los por qué, la verdad es que en ocasiones empatas con la obra de un determinado autor (sea músico, escritor, pintor o cineasta) sencillamente porque te gusta. Hueles que ahí no hay engaños ni dobleces pretenciosas. Te gusta porque te sorprende. Debe ser también porque activa esos mecanismos oxidados que tienes en la cabeza para que pienses.

Uno de los momentos más emocionantes como espectador cinematográfico (ya lo he contado en este mismo blog) fue cuando vi Brazil en una sala de Madrid. Narré entonces los aplausos que un grupo de entusiastas por la película le rendimos al finalizar su proyección y cómo esa cinta extraña y extravagante, ese peculiar canto a la libertad, pareció que iluminaba el estómago de un cinéfago hasta ese momento atiborrado de naderías comerciales y de autor.

Al margen de las películas que rodó con los Monty Python, entre ellos ese pequeño clásico del cine descacharrante que continúa siendo Los caballeros de la mesa cuadrada, Gilliam es un director por el que siento especial aprecio pese a que muchos de sus filmes no sean obras redondas, de perfecto acabado.

No me entusiasmé así por su Las aventuras del  barón de Munchausen, quizá porque tenía demasiado presente en mi memoria los buenos ratos que me hizo pasar la versión alemana de los años cuarenta. Sí que me emocioné con El rey pescador y Doce monos pero no con su Miedo y asco en Las Vegas, título que si no me equivoco no llegó a estrenarse en estas islas infernales y en la que adaptó el también irregular reportaje lisérgico del padre del periodismo gonzo, Hunter S. Thompson.

De hecho, ya lo daba prácticamente por perdido con su frustrante Los hermanos Grimm aunque volvió a robarme ese pedazo de corazón que todavía reservo a la sorpresas con su tenebroso cuento infantil Tideland pero mucho menos con El imaginario del doctor Parnassus. Una cinta, sin embargo, que sospecho que algún día será desempolvada de las estanterías del fracaso.

Con esto quiero decir que he seguido con meridiana lealtad y en las medidas de mis posibilidades su trayectoria como cineasta. Quizá porque hace un cine que hace necesario masticarlo para digerirlo con moderación.

Leer ahora que su anunciando proyecto sobre Don Quijote queda una vez más en el aire y prácticamente a punto de arder en las llamas del olvido me preocupa como espectador agradecido con su cine. Con su extraña manera de ver el mundo, de reinterpretar nuestros sueños y pesadillas infantiles. Me pregunto –con la vaga esperanza que todo se trate de un parón momentáneo– ¿qué Don Quijote nos podría haber mostrado en pantalla?

El otro día, curiosamente, le aseguraba a un amigo en una de esas tontas conversaciones donde se intenta arreglar nuestro universo que este personaje –el caballero de la triste figura– sólo podía haber nacido en España. Soñadores así son imposibles en otros territorios. Claro que, concluí, Sancho Panza también es muy español.

Y estos son más.

Quizá por eso así nos va.

 Saludos, declarando a Gilliam caballero Don Quijote de allende la mar, desde este lado del ordenador.

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