Lugares poco comunes

Con el cuerpo y la cabeza hecho trizas por razones que, espero, entiendan, vago por las solitarias y tristes calles de esta ciudad en la que últimamente cae demasiado pronto la noche buscando algún refugio donde despistar al dolor de cabeza y el carnaval que se tienen montado mis tripas yendo a parar casi por inercia a las puertas de una  multisalas.

Aligero mi bolsillo de un puñado de euros y me meto como un sonámbulo en lo que antaño eran salas oscuras y hoy son más o menos como cuartitos en sombras mientras protesta mi estómago y noto la garganta demasiado seca como para no tomarme en serio lo de haberme procurado una botellita de agua con la que engañar mi sed. Pero justo en el momento en el que hago amago de levantarme las luces se apagan y la pantalla la taladra la luz del proyector.

Apenas somos cuatro gatos en la sala. Un tipo bastante obeso se sienta en la butaca del otro extremo del pasillo y escucho sus resoplidos que suelta con matemática insistencia.

Pero no sé si es porque tengo la cabeza en otra parte. O ganas, sencillamente, de dejarme llevar, lo que hace que me olvide de la molesta y sonora respiración de mi vecino de butaca para conmoverme con El topo. La esperadísima, al menos por quien escribe al borde del ataque de sueño, adaptación cinematográfica de la novela de John Le Carré.

No hace mucho que volví a releer la novela y no hace mucho también que vi la serie de televisión que en su día protagonizó Alec Guinness como el abatido espía británico George Smiley.

Es una pena, claro está, que vea la versión que ahora estrena el interesante Tomas Alfredson en versión doblada pero puedo darme con un canto en los dientes si recuerdo que hace mucho, mucho tiempo, cuando existían las salas de cine de verdad la proyección de la película se interrumpía a la mitad para que el público tomara un refrigerio. También que era una costumbre darle una propina al acomodador, impecablemente vestido con un uniforme de gala. Pero eran otros tiempos.

Gary Oldman interpreta a Smiley. El actor rinde un cariñoso y sutil homenaje al Smiley de Guinness, en el tortuoso laberinto de engaños y lealtades que es esta magnífica, aunque no redonda, película con sabor a los años setenta. Década ésta, los setenta, en la que el cine parece que tiró su último volador para iluminar con fuegos artificiales un arte que hoy languidece en su retorcida estupidez.

A medida que veo la película es inevitable que la compare con la novela. Me asombra la capacidad de síntesis que han tenido los guionistas Bridget O’Connor y Peter Straughan para que el espectador siga lo que en la novela es una compleja trama que obligaba a mantener la atención en el libro.

Salgo de El topo con una extraña sensación de tristeza mientras Julio Iglesias suena en la película interpretando una verbenera versión de La Mer.

Como me da tiempo, vuelvo a sacrificar otro puñado de euros para meterme a ver The Artist, de Michel Hazanavicius, un entrañable homenaje al cine silente.

La película me hace recordar el tributo que hace unos años intentó dedicarle Mel Brooks al mismo cine mudo en la olvidable La última locura. También recuerdo la maravillosa Cantando bajo la lluvia como cinta de referencia para entender qué supuso la aparición del sonido para un arte que ya era industria.

The Artist demuestra que al cine no le hacen falta palabras. Que una historia –por tópica y mil veces vista–  resulta enternecedora si sabe tocar la fibra. No sé que fibra debe ser ésta, pero existir debe de existir porque por unos momentos pienso que al pagar el dinero de la entrada lo que he hecho es una inversión y no otro malgasto de dinero yendo al cine más que por ir al cine por necesidad de refugiarme, de aislarmte todavía un poquito más del mundo salvaje que se mueve a mi alrededor.

The Artist logra arrancarme sonrisas amables y despierta una vez más el entusiasmo por el cine que viste siendo muy pequeño en aquel inolvidable televisor en blanco y negro de la casa Pradoni.

Y por una vez espero que pase como le pasa a la protagonista de La rosa púrpura del Cairo. Es decir, tener la capacidad de levantarme de la butaca e introducirme en la pantalla para vivir la deliciosa historia de amor que veo con un extraño cosquilleo.

Estás tan embobado que incluso la pareja que tienes al lado, y que devora cotufas como imagino que deben de devorar sus besos, no te molesta. Y descubres que apenas has removido el culo de la butaca con la tonta sonrisa congelada en tus labios.

Pero se encienden las luces y sabes que tienes que regresar a casa un día de Navidad en el que la noche parece que caído demasiado pronto sobre la ciudad.

Saludos, Tony Bennett suena por algún lado, desde este lado del ordenador.

3 Responses to “Lugares poco comunes”

  1. Javier Hernández Velázquez Says:

    Mi sesión fue también doble (El Topo e Inmortales). Una lástima el tiempo proustiano perdido por Mickey Rourke que en Homeboy y Barfly ya nos avisó lo que sería su vida. Luego, una vez en casa el mejor regalo de Santa Claus: Knicks-Celtics y Heat-Mavs.
    ¿Y mañana? Como 2012 solo nos reserva ¿Superhéroes? (que nunca fueron de mi agrado). Habrá que comparar cómo Eastwood plagió rematadamente bien el esquema de Shane e hizo que volvíeramos a creer en el western con Pale Rider.
    Pdata.- The Artist parece la película que la crítica encumbra y que debemos decir que es buena solo porqu ellos lo dicen. Me parece una película tramposa.
    Ah, y deja que Sinatra se cuele entre Tony Bennett.

  2. admin Says:

    Sinatra y mi apreciado Dean Martin (Sammy Davis Jr., también, claro está) son habituales de mi machacado equipo.
    ¿The Artist tramposa? Sí, ¿pero qué más da?
    Un abrazo fuerte desde este lado del ordenador.

  3. Ramón González Says:

    http://lamanoylapluma.blogspot.com/2012/02/artist-una-pelicula-para-reflexionar.html

    Apreciado Eduardo… He podido leer tu artículo sobre THE ARTIST… y me trasladó al día en que yo vi esa película… me sentí y sentí igual…

    Un saludo y hasta pronto…

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