Charles Dickens. Un (modestísimo) homenaje
“Empezaba a oscurecer y cerré la ventana. Durante mucho rato había estado con la cabeza apoyada en los cristales, llorando, durmiendo, escuchando y mirando hacia fuera. De pronto oí el ruido de la llave y entró miss Murdstone con un poco de pan y carne y una taza de leche. Lo puso todo encima de la mesa, sin decir nada, y mirándome con ejemplar firmeza. Después se marchó, volviendo a cerrar la puerta tras de sí.
Era ya de noche, y yo continuaba sentado en el mismo sitio, con la esperanza de que viniera alguna otra persona. Cuando me convencí de que ya aquella noche no volvería nadie, me acosté, y en la cama empecé a meditar con temor en lo que sería de mí en lo sucesivo. ¿Lo que había hecho era un crimen? ¿Me meterían en la cárcel? ¿No habría peligro de que me ahorcasen?”
(David Copperfield, Charles Dickens)
Antes de llamarlo Charles, lo conocía como Carlos.
Cosas de la castellanización que durante un tiempo se propagó como fiebre tifoidea por este país en el que habito.
A Charles (o Carlos) llegué primero gracias al cine y luego a los cómics. Más tarde me sumergí en su poderoso universo literario porque, seamos sinceros, estando un día sin nada que leer, la única cosa que tenía a mano en aquella remota playa de la costa de Almería era una novela: David Copperfield.
Así que tumbado y al sol, mientras observaba como los barcos entraban y salían del Mediterráneo Carlos dejó de ser Carlos y se convirtió a partir de aquel día en Charles Dickens.
Conservo aún el ejemplar de ese libro. Arrugado y probablemente con rastros de arena dorada entre sus páginas.
David Copperfield me inició en el fascinante y conmovedor mundo del señor Dickens. Después vino Oliver Twist, Grandes esperanzas, Historia de dos ciudades, Tiempos difíciles –de necesaria relectura en estos tiempos que vivimos–, algunos de sus cuentos –inevitable Canción de Navidad– y, recientemente, en el más que recomendable volumen Aguas negras. Antología del relato fantástico de Alberto Manguel, la fascinante y oscura historia de El guardavía.
Me queda aún mucho Dickens por leer, afortunadamente.
Un buen amigo me recomienda que no deje escapar Casa desolada –recuerdo la serie de televisión, vagamente– o Papeles póstumos del Club Pickwick, pero no sé por qué, quizá sea el fantasma de don Charles, algo me tira a que me sumerja –si la encuentro, claro está– en Nicholas Nickleby.
No recuerdo ninguna mala experiencia con este escritor. Incluso las versiones en cine, televisión y en colorines que leí de sus historias –siempre y cuando respeten su carácter victoriano– me han hecho feliz después de sufrir tanta tragedia.
Al margen de las versiones que rodó David Lean sobre Grandes Esperanzas (Cadenas rotas) y Oliver Twist, curiosamente si hay dos películas basadas en novelas de Dickens que me llegaron al alma son los musicales Oliver! (Carol Reed, 1968) y Muchas gracias, señor Scrooge (Scrooge, Ronald Neame, 1970).
El primero porque es una más que notable adaptación de Oliver Twist trufada de hermosas canciones, algunos de cuyos estribillos aún tarareo. También porque Ron Moody interpreta a un Fagin que hace empalidecer incluso al que interpretó Alec Guinness en la versión de Lean. El segundo más que por la película porque cuando la ví en uno de los mejores veranos de mi vida ¿fue en el Chimisay o en el Timanfaya del Puerto de la Cruz?, uno de mis primos no dejaba de esconderse bajo de la butaca cuando aparecía alguno de los tres espíritus (el de las Navidades pasadas, presentes y futuras) mientras el resto de la familia lo buscaba en la oscuridad de la sala a oscuras.
Son muchas, demasiadas las sensaciones que asocio a Charles Dickens. Y la mayoría de ellas están ligadas a mi entorno más cercano. También porque su fascinante galería de villanos (los ya citados Fagin y Scrooge, así como Uriah Heep, de David Copperfield) encarnan a la perfección lo peor que esconde el alma humana: la avaricia, el egoísmo, la codicia, la fría burocracia…
Charles Dickens fue un escritor de su tiempo que trascendió su tiempo.
Celebramos ahora el doscientos aniversario de su nacimiento…
Bueno sea para que unos lo recuperen y otros lo descubran.
El caso es que Dickens vive.
Vive a través de sus libros.
Vive a través de sus personajes.
¿Su nombre?
Yo al principio lo llamaba Carlos.
Ahora lo conozco como Charles Dickens.
Saludos, cri, cri, canta el grillo del hogar, desde este lado del ordenador.