El Maligno te invita a un programa doble
El diablo en sus diversas modalidades ha inspirado numerosas películas como una especie de sumidero en el que colar todo aquello que es contrario al Bien. Un Bien que no es otra cosa que lo contrario, según las culturas, que encarna el diablo: el Mal.
Sin entrar a discutir entre lo que es Bueno y Malo, sí que hay dos pequeñas películas producidas por la Hammer Films que se sirvió de mi peculiar afición por los Rolling Stone para entender la extraña e inquietante simpatía que siento por el primer ángel castigado por Dios.
Ambos títulos están inspirados en sendas novelas de uno de los escritores anglosajones más extravagantes de cuantos he conocido. Todo un best seller en su momento en Gran Bretaña aunque poco o nada conocido entre el público español.
Dennis Wheatley nació en el seno de una familia de clase acomodada y conservadora donde pronto se distinguió por sus extrañas aficiones.
Entre otras, además de su pasión por los vinos, las artes negras, tema que explotó prácticamente en casi todas sus novelas y que dieron origen a dos personajes que son casi fijos en su producción literaria: Duke de Richeleau y Gregory Sallust.
El primero se trata de un caballero de modales refinados especializado en las ciencias ocultas acostumbrado a combatir a magos equivocados, hechiceros lujuriosos amigos de ritos sangrientos. Una especie, para que me entiendan los iniciados, de doctor Extraño muchísimo tiempo antes que naciera el doctor Extraño. Gregory Sallust, por el contrario, es un espía al servicio de su graciosa Majestad durante los turbulentos años de la II Guerra Mundial.
Historias escritas como folletines y dirigidas a un público que no quería complicarse demasiado la cabeza, lo interesante en el trabajo literario de Wheatley es que explotó con espíritu naïf el ocultismo al mismo tiempo que denunciaba la práctica de su supuesto culto entre las clases altas que dirigían, y mucho me temo algunos sostienen que dirigen, el destino del mundo.
Clave que actualmente, aunque con otros nombres y matices, aún permanece en el imaginario popular aunque se les denomine Club Bilderberg, la pobre y castigadísima Masonería, Iluminatis, Skull and Bones, etc….
Lo que me interesa de Wheatley sin embargo, más allá de su pueril obsesión por revelar la existencia de sociedades secretas –hoy discretas– que buscan el control del planeta recurriendo a las artes mágicas, es la capacidad que tuvo para hacer creíble argumentos tan delirantes y paranoicos en la mayoría de sus novelas.
No soy muy aficionado al ocultismo, probablemente porque prefiero encadenarme a un realismo a través del cual dar, y justificar, explicación a lo que solo, aparentemente, parece imposible, pero sí que me atrae aproximarme a los que sostienen que hay algo más de lo que vemos.
Si se lee a Wheatley está claro que sentía una fascinación morbosa por uno de sus contemporáneos. La bestia, así se hacía llamar, Aleister Crowley. Claro que quiero entender esa fascinación como la de un espíritu conservador, la de un hombre plácidamente acomodado al que le gusta observar desde un batiscafo esa parte del iceberg que oculta las aguas profundas del océano…
Y quiero pensar, en este sentido, que intentó exorcizar a través de sus novelas y con aliento adolescente esos miedos disfrazándolos con un fino pero atractivo barniz ocultista mientras imaginaba, al mismo tiempo, que podía transitar por el camino de los misterioso o demoníaco sin abandonar el que lo ataba al de la neblinosa realidad de su vida de dipsómano.
Creo así que Wheatley se sirvió del ocultismo para hacer carrera como narrador e inventor de historias densas y deliciosamente folletinescas en las que sus personajes se enfrentaban no al Mal absoluto, sino a los que adoran una oscuridad por la que su autor sentía un curioso pero reprimido apetito.
Basada en su novela La novia del diablo, y producida por Hammer Films y dirigida por Terence Fisher, la película del mismo título se estrenó a finales de una década en la que hubo como una especie de revival por el diablo y sus secuaces.
Tras el éxito de La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968), el mismo año, la productora británica que se había especializado en revisar con exquisito gusto los viejos monstruos de la Universal dotándolos de sangre y sexo a todo color, explotó el culto al demonio en un largometraje, La novia del diablo, en el que todavía late una fuerza que, tiempo al tiempo, terminará por convertirlo en clásico y en una de las mejores aproximaciones a esas supuestas sociedades oscuras que trabajan por y para el advenimiento en la Tierra de quien se conoce como Príncipe de las Tinieblas. ¡¡¡El diablorrr!!!
Protagonizada por Christopher Lee, que encarna al héroe de la historia, el experto en artes negras Duke de Richeleau y el actor Charles Gray, una presencia habitual del cine británico de los sesenta y setenta –encarnó a Blofeld, la Némesis de Bond, en Diamantes para la eternidad– La novia del diablo sugiere, más que muestra, algo mórbido en todo su metraje.
Y aquí radica la fuerza que aún sostiene un filme tan British, tan años sesenta, tan pop y tan Hammer.
Un título, en definitiva, de cabecera para los que gustan de perder el tiempo viendo productos que, solo aparentemente, proponen la clásica lucha entre el bien –o el orden establecido, la aburrida realidad de las cosas que hay que defender por encima de todas las cosas– frente a un mal que invita al desenfreno. Al placer absoluto, a un caos que a mi se me antoja como una inquietante, salvaje por nihilista, proclama revolucionaria.
Cosas del Maligno.
La Hammer volvió a recurrir al diablo y a una novela de Wheatley en los años setenta intentando sacar provecho del impresionante éxito en taquilla obtenido por El exorcista (William Friedkin, 1973) y otras criaturas bastardas que se rodaron bajo su sombra como El anticristo (Alberto De Martino, 1974) con la interesante y mórbida La monja poseída (Peter Sykes, 1976).
Protagonizada por Richard Widmark, de nuevo Christopher Lee y una por aquel entonces jovencísima y en la plenitud de su belleza, Nastassja Kinski, el filme de Sykes insiste en las mismas constantes ocultista de Wheatley, solo que en esta ocasión la sociedad secreta ante la que debe combatir un escritor norteamericano especializado en estos temas (Widmark) es obra de un sacerdote excomulgado que se ha pasado al otro lado. ¡¡¡Al reverso tenebroso!!!
No cuenta desgraciadamente la película tras la cámara con el liderazgo de un poeta del horror como fue Fisher, pero aún así, por su falta notable de presupuesto que se suple con una rudeza sobresaliente, conserva un algo transgresor que la hace brillar como una insólita rareza en estos tiempos de pensamiento único que vivimos.
Que vivimos…
Ha sido recuperar estas dos cintas para darme cuenta que todavía estamos a tiempo para que el Señor de las Tinieblas ¿no campe a sus anchas en nuestro universo mundo?
Quiero pensar, como escribió ese contradictorio gran humanista que fue Arthur C. Clarke, “que nuestro papel en este planeta no sea alabar a Dios, sino crearlo.”
Saludos, lo que está arriba también está abajo, desde este lado del ordenador.