¡Viva el Rey!
La primera película que me abrió los ojos, que me sacudió por dentro y por fuera estuvo protagonizada por un monstruo.
Era pequeño, es probable que tuviera unos diez años, y descubrirla en la pantalla de aquel televisor en blanco y negro de la marca Pradoni fue, ya digo, como una especie de revelación.
De pronto, me percaté que además de la historia que me contaban había algo que latía por dentro.
Desde ese día King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933) ocupa orgullosa el primer puesto de esa hipotética lista de diez películas con las que podría irme feliz al otro mundo.
La razón que lo explica es que no he vuelto a sentir esa misma magia, ese mismo sobrecogimiento, esa misma sensación de aprendizaje, de estar con unos para al final estar del lado del agresor primitivo que se convierte en víctima, con otra película.
Es decir, que me pusiera del lado del monstruo.
De la bestia.
Del rey de la isla de La Calavera.
Eso justifica mi fascinación por King Kong.
Y que no me canse de verla una y otra vez.
Me la sé de memoria. De hecho, puedo narrarla e interpretarla porque me la sé de memoria. De cabo a rabo. De rabo a cabo.
Cierro los ojos y la recreo en mi cabeza con absoluta fidelidad.
Cada secuencia fantástica.
Cada fantástica secuencia de esta obra maestra de eso que se llama cine.
Y es que solo hay un Kong.
Y ese King Kong, que a partir del día de la revelación quise que representara mi presunto lado salvaje, aún gruñe dentro de mi. Está cansado de su encierro. Harto de que intente domesticarlo.
Me pregunto qué razones explican que todavía me acuerde de la primera vez que me encontré por casualidad con esta película. Y que razones mastico para entender que no recuerde otros pedazos de una infancia de la que apenas guardo memoria.
Conservo muy fresco, sin embargo, la primera vez que me encontré con Kong.
El latigazo de deseo al que en ese momento fue incapaz de ponerle nombre y apellidos cuando vi a Fay Wray ligera de ropa y el miedo que me envolvió cuando la aspirante a actriz es secuestrada por la tribu de indígenas para que sirva de ofrenda a Kong.
Y el tam tam de los tambores, y el Kong, Kong, Kong que cantan los nativos mientras Wray intenta desembarazarse de las cuerdas…
Y cómo me congelé con la primera aparición del indiscutible Rey de esa selva, jungla delirante y primigenia recreada con mucha clase en estudio.
Aún resuena en mis odios el chillido de pánico de Wray cuando el gorila gigante se la lleva entre sus manos para conducirla hasta su guarida, seguido por los hombres que capitanea Carl Denham (Robert Armstrong), el director de cine sin escrúpulos, y el primer oficial del barco (Bruce Cabot), quien cae seducido, como cae seducido Kong, ante los encantos de Fay Wray, la aspirante a actriz.
Pero es que la misma emoción que sentí entonces se repite ahora cuando la vuelvo a ver.
La escena del tronco del árbol. Los disparos que hacen cosquillas al gorila que ha recibido el primer flechazo de eso que llaman amor.
A Kong abriéndole las mandíbulas a una criatura antidiluviana que solo piensa en tomarse el aperitivo con la chica que lleva entre sus manos.
A Kong explorando esa muñequita mientras descubre el cuerpo de una mujer tan atractiva como fue Fay Wray…
Recuerdo, como si fuera ayer, como tras dormirlo y trasladarlo a Nueva York me puse del lado de Kong.
Hijos de la grandísima puta, pìenso todavía.
Pero comprendan que es aquí, en que me pusiera del lado de Kong, el rey destronado al que denominan ahora como la octava maravilla del mundo en la ciudad de los rascacielos, que entienda que aún permanezca esa pesada cadena hecha hechizo cuando el cine lo que propone es solo buenas historias.
Por disparatadas que resulte al puñetero sistema.
El final, apoteósico incluso hoy, cuando la vuelvo a ver y me quedo clavado en el sofá de mi cueva, da rienda suelta a numerosas interpretaciones.
Pero las explicaciones no valen nada cuando argo que te gusta no sabes exactamente ¿por qué te gusta?
¿Por abrirme los ojos siendo apenas un infante?
¿Un niño que jugaba a los soldaditos, que recreaba con aquellas figuras batallas que calmaban al Kong que llevaba dentro?
¿Ese mismo chaval con el que me identifico y que continúa pidiendo clemencia cuando el gorila cae abatido por los disparos de los biplanos mientras Kong está en la cima del Empire Sate Building?
Solo sé que me asaltan las lágrimas cuando contemplo en la película el cadáver aún caliente de Kong sobre el asfalto.
Y la sentencia de Denham:
“No, no fueron los aviones. La belleza mató a la bestia.”
Así que anoche no vi King Kong.
Fue otra cosa.
Anoche volví a soñar con King Kong.
Saludos, el Rey cumple ochenta años, desde este lado del ordenador.
Abril 8th, 2013 at 15:15
Hola que tal, te queria comentar que yo tengo el cuadro original de King Kong, el mismo que tenes en la foto, mide unos 64cm de alto y unos 88cm de ancho, Y pensaba venderlo, Si estas interesado o alguna otra persona por favor avísenme. Gracias! Saludos!