La Forja, La Ruta, La Llama

Me imagino que como a muchos lectores las modas, las tendencias, los gustos, las obsesiones te las cocinas tú mismo. Es decir, que prefieres permanecer al margen de lo que te señalan y solo confías en lo que te dicta tu instinto.

Hace muchos años, demasiados quizás, me dio por leer toda esa literatura escrita en español sobre la que dicen es nuestra Guerra Civil, aunque para mi ninguna guerra es nuestra sino de quienes las provocan.

Confieso que lo tuve fácil porque mi padre logró armar la que, posiblemente, fue una de las más completas bibliotecas sobre la Guerra Civil que se pueda encontrar en estas islas.

Biblioteca en  la que además de volúmenes en los que se repasaba aquel conflicto en el que mi padre, como tantos otros, resultó una víctima involuntaria, contaba con novelas y relatos también que estaban al alcance de la mano de un aprendiz.  De alguien que solo sabía deletrear su nombre y al que el destino empujó a cogerlas para que entendiera un conflicto que no se cansan todavía en mantener abierto en el imaginario de sus bisnietos.

Así conocí la serie El laberinto mágico de Max Aub, fresco imprescindible para entender la debacle desde el lado de los que perdieron, los rojos; pero también un título igual de imprescindible para asumir lo que sintieron los que estaban del otro lado, los fachas, los rebeldes, los facciosos, como es Madrid, de Corte a Checa, de Agustín de Foxá, aristócrata cuyo nombre volví a reencontrar cuando leí Kaputt, de Curzio Malaparte.

Devoré, no leí, a Ramón J. Sender y su Crónica del alba y a Arturo Barea, entre otros.

Este post no pretende, sin embargo, orientar sobre títulos de aquella contienda a la que ya le dedicamos una entrada en su momento, pero sí para justificar la importancia que para mi ha sido encontrar esta misma mañana, mientras daba una de esas vueltas en torno al rastro instalado en la capital tinerfeña, con la cuarta edición de La forja de un rebelde en la que se integra en un solo volumen sus tres tomos: La Forja, La Ruta y La Llama, editado por Losada en 1966.

Es probable que a muchos el nombre de Losada no le suene a nada, pero para quien les escribe ahora estos libros formaron parte de la biblioteca particular de mi padre que, no sé cómo, se nutrió de bastantes de ellos cuando este país lo gobernaba un general de cuyo nombre no quiero acordarme.

Siempre me gustaron las portadas de los libros Losada, y el hecho de que fuera la editorial de los exiliados le confirió, si cabe, una histórica altura que el paso de los años solo ha hecho que crezca dentro de mi cabeza.

Losada nació en Buenos Aires, Argentina, a finales de los años treinta del siglo XX y aún funciona como editorial. Me entero, buceando en la red, que fue fundada por un hombre que amaba profundamente a los libros, Gonzalo Losada, junto a Guillermo de Torre, Atilio Rossi, Amado Alonso, Pedro Henríquez Ureña, Luis Jiménez de Asúa y Francisco Romero.

Lo demás es historia.

Aunque me quedo con un retrato del editor tal y como lo entendió el hombre que le dio nombre y forma a esta editorial:

“El editor ha de tener infinitas caras o facetas porque debe, en primer lugar, amar entrañablemente al libro por sus elementos físicos y por las ideas que contiene. En lo inmaterial, no hay manifestación del pensamiento y de la imaginación del hombre que no pueda ser reducida a fórmula y aprendida en un libro: la ciencia, la literatura, las artes, la matemática.”

No me planteo cuánto hay de verdad en esta cita que reproduzco de la página web de la editorial porque las verdades no hay que planteárselas. Pero quizá sea una de las razones que me han conmovido al toparme por casualidad, esta misma mañana y cuando ojeaba en ese oasis de felices encuentros y reencuentros que es el Rastro de la capitá en la que vivo, con un ejemplar de La forja de un rebelde que cojo entre mis manos intentando que no se aprecie mis emociones mientras paso sus páginas y veo impresa la firma de su anterior propietario, una firma diminuta, creo incluso que escrita a pluma, donde leo Rosy.

Hace mucho, mucho tiempo, que leí La forja de un rebelde.

Estaba en la biblioteca de mi padre, ya he explicado. Pero desapareció misteriosamente porque como sentenciaba aquel cartelito de la Librería Sonora: Libro prestado, libro robado.

Recuperarlo hoy lo asumo como una señal.

Porque cuando lo tengo entre mis temblorosas manos pienso, idiota de mí, que La forja de un rebelde vuelve. Y al volver, me invita a que lo lea otra vez.

A que cambie otra vez.

Las esquinas del volumen están castigadas por las huellas del tiempo y las páginas ya no son blancas sino amarillentas…

Ya en casa, repasando las hojas, me detengo en los títulos que se anunciaban entonces como novedades dentro de esa misma colección, Novelistas de nuestro tiempo, e intento imaginar quién fue Rosy, su anterior propietario.

¿Quién fue Rosy?

¿Le gustó La forja, La Ruta, La Llama?

¿Dónde estás, Rosy?

Rosy es una firma estampada en azul.

¿Debo escribir él o ella?

Redacto estas líneas con el ejemplar inclinado, como si estuviera leyendo estas apresuradas líneas.

Yo solo sé, concluyo, que releeré La Forja, La Ruta, La Llama como si fuera ayer.

Ayer es hoy.

Ayer es mañana.

Saludos, gracias, Rosy, desde este lado del ordenador.

2 Responses to “La Forja, La Ruta, La Llama”

  1. Maite Lacave Says:

    Un día me dí cuenta que había perdido mi ejemplar de un libro que para los grancanarios es parte de su alma, Las memorias de Pepe Monagas, de Pancho Guerra. No tiene nada que ver con sus cuentos, es la historia de como se hizo una ciudad y del espíritu de sus habitantes. Lo busqué por todas las librerías sin éxito, estaba agotado. La Librería del Cabildo tenía un ejemplar de segunda mano a un precio prohibitivo. Cuando ya tomé la decisión de comprarlo, a pesar del precio, un amigo que hizo limpieza en su biblioteca me lo devolvió 6 años después, con mi nombre en la primera página. Por una vez, libro prestado, libro recuperado. Nunca he agradecido lo bastante un gesto de honradez tardía.

  2. admin Says:

    Recuerdo los libros de Pepe Monagas en la biblioteca de mi tío, y cómo se partía de la risa mientras los leía. Me alegro mucho, por otra parte, de ese acto de “honradez tardía”, aunque lo mejor viene ahora: releer esas memorias…

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