Los dos rombos

Entre las muchas cosas que traumatizaron mi niñez y adolescencia se encuentran los dos rombos con los que la autoridad competente avisaba a los padres de los contenidos sensibles que se iban a emitir.

Creo que desde ese entonces, los rombos y yo nunca nos hemos llevado demasiado bien. De hecho, se trata de un cuadrilátero paralelogramo que aún resisto a que entre en mi imaginario. Un imaginario que, últimamente, no hace otra cosa que viajar al pasado quién sabe si buscando la fuente de la eterna juventud, divino tesoro.

Como el protagonista de la serie Vive soñando, un pedazo grande de mi existencia se lo debo a la televisión. A perder horas y horas observando aquel aparatito primero en blanco y negro y más tarde en color.

No recuerdo, sin embargo, que en mi casa fueran muy estrictos con  aquello de los rombos, aunque hubo series, como una dedicada al doctor Jekyll y el señor Hyde que me fue vedada porque sus imágenes podían despertar pesadillas.

Pero no era para tanto, aunque quizá eso explique mi temprana afición por la literatura fantástica y que la otra mitad de mi vida me la dedicara a leer colorines de terror (Vampus, Rufus, Vampirella, Dossier Negro, Espectro…) y devorando, esa es la palabras, los cuentos de Hans Christian Andersen, Jacob y Wilhelm Grimm y también Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi, entre otros. Relatos, en definitiva, inquietantes.

Más tarde me inicié en la masonería lovecraftiana, de la que puedo decir sin rubor alguno que soy Maestro del grado 33.

Paradójicamente, la lectura de estos libros contribuyó a que mis pesadillas no estuvieran pobladas de monstruos. Mis pesadillas, entonces y ahora, resultan de un realismo embrutecedor que todavía hoy me hace abrir los ojos con el cuerpo empapado en sudor.

El conde Drácula, King Kong, los monos de El planeta de los monos eran amigos. De hecho, en las paredes de mi dormitorio colgaban fotografías de Boris Karloff como la criatura solitaria del doctor Frankenstein, y King Kong, la versión del 33. También Christopher Lee enfrentándose al mejor Van Helsing de la Historia del Cine, Peter Cushing.

Muchas de estas películas las descubrí cuando tenía la edad que recomendaban los rombos. Por eso considero a los rombos responsables de mi tardía educación sentimental con el cine dícese de terror. A los rombos y, ya lo hemos contado en este su blog, que no me dejaran entrar a verlas en los cines porque  solo eran para mayores de 18 años.

A medida que fui creciendo recuperé gran parte de todas esas cintas que no pude ver.  Eso hizo que todavía sienta algo por las producciones de la Hammer, y en especial por las coloridas y atrevidas películas que dirigió Terence Fisher en la edad de oro de esa ya mítica productora británica.

Guardo también un agradecido espacio en mi memoria cinéfila por los filmes que en los años treinta y cuarenta respaldó los estudios de la Universal. Muchas de cuyas películas aún me sorprenden.

Mi mayoría de edad coincidió, no obstante, con la moda del cine de sangre y tripas,  largometrajes que reducían su mensaje a la mutilación.

Entre los iniciados se hablaba mucho de 2000 Maníacos (Herschell Gordon Lewis, 1964) que casi nadie había visto y que fue algo así como el filme fundacional del subgénero. Llegaría después La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974) y la extremadamente feísta y violenta La última casa a la izquierda (Wes Craven, 1972) un filme aún perturbador, así como los estéticos y rocambolescos largometrajes de Dario Argento, que elevó eso que llaman giallo a la categoría de culto con permiso de Mario Bava.

No fui, de todas formas, un espectador fiel al gore, aunque entiendo que fue determinante en mi educación sentimental que viera en un cine, el Víctor si no me equivoco, esa comedia negra que es Posesión infernal cuando Sam Raimi todavía resultaba un cineasta gamberro y con ganas de meter bulla.

Llegó un momento en el que desaparecieron los rombos en la pequeña pantalla, y también que los porteros me dejaran pasar sin pedirme el Documento Nacional de Identidad. Tarjeta que me acompaña desde este entonces a todas partes más por obligación que por otra cosa. Algo así como llevar reloj aunque no te detengas a mirar las horas.

Me sorprende y me hace viajar al pasado –por eso y más– la noticia que el Gobierno de Expaña está trabajando para homogenizar los dos rombos, no uno, en cine, televisión y la red.

Me pregunto así cuántos traumas va a provocar esta decisión entre niños y adolescentes a los que sus padres no dejarán ver determinados contenidos si hacen caso de lo que recomienda la autoridad.

Pornografía, y de la mala, hay en espacios como Sálvame. También gore pero sin el sentido del humor de cintas como Raimi, Lewis y Romero.

Como saben algunos, George A. Romero es quien actualizó al muerto viviente tal y como lo conocemos en la actualidad. Un sonámbulo con solo una idea fija en su podrida cabeza: devorar suculenta y fresquita carne humana.

Hablaba el otro día con un amigo sobre los zombis y le dije que una de zombis no es una de zombis si no hay sangre y vísceras. Romero lo asumió cuando en la segunda entrega de su degenerada serie, cinta en la que se nota la mano de Dario Argento, rodó, precisamente, Zombi (Dawn of the Dead, 1978). Título que a mi juicio y pese a que no haya envejecido demasiado bien, es una de zombis de autor.

Tan de autor, que al final los zombis han terminando convirtiéndose incluso en serie televisiva y en películas donde se proponen delirantes metáforas sobre la crisis y el comportamiento que tenemos cuando actuamos como masa.

En La noche de los muertos vivientes (1968), esa pequeña película rodada en blanco y negro y con un presupuesto de risa, Romero que ya era un cineasta antes de que lo zombificara el sistema, no llegaba a tanto. Su intención, entonces, era inconsciente, que los zombis se degradasen luego intelectualmente es cosa de otros. Además, uno de sus potenciales atractivos  en contra del hombre lobo o el mismo conde Drácula que si se habían definido era porque tenían identidad es, precisamente, porque los muertos vivos carecían de ella.

En este aspecto, Romero se anticipó al advertirnos en lo que hoy nos hemos convertido: cuerpos  reanimados e idiotizados. Claro que alguno de ellos, los más inteligentes, cuando aprenden a hablar (porque los zombis ya hablan e incluso corren)  la primera palabra que sueltan no es papá ni mamá sino Cerebro. Así al menos lo reflejaba la divertidísima y estrafalaria The Return of the Living Dead (Dan O’Bannon, 1985).

Pero divago, lo que ya está comenzando a ser enojosamente habitual en estas apresuradas reflexiones escobilloneras.

Comenzaba este post con los puñeteros rombos y los traumas que despertaron en la primavera de mi existencia. Así que fue leer la noticia y que se abriera la Caja de Pandora, lo que por otro lado, quizá, explique la razón de estas líneas.

¿Un exorcismo?

(*) Para entender el fenómeno del cine de terror norteamericano de los setenta y ochenta recomiendo la lectura de Sesión Sangrienta, de Jason Zinoman, publciado en España por T&B Editores.

Saludos, de todo un poco, como en botica, desde este lado del ordenador.

3 Responses to “Los dos rombos”

  1. iván cabrera Says:

    Muy interesantes apuntes cinematográficos y gracias por la recomendación. Supongo que mucha gente joven hoy encuentra su referente, dentro del cine del que hablas, en Rob Zombie, con la llamada “La casa de los 1000 cadáveres” y “Los renegados del diablo”, sin olvidar a Robert Rodríguez y, algo antes, a John Carpenter, entre muchos otros. La verdad es que conozco a algún verdadero loco por Zombie y sus películas. Saludos.

  2. admin Says:

    Siento debilidad por el cine de Carpenter. Si no has visto Vampiros, Están vivo o En la boca del miedo, entre otras películas, hazme caso… Puro disfrute cinematográfico!!!

  3. iván cabrera Says:

    Gracias, los tendré muy en cuenta. Saludos.

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