¿Libro prestado, libro robado?
En la capital tinerfeña existió hace mucho, mucho tiempo una librería de viejo que respondía al nombre de Sonora.
El establecimiento se mantiene todavía, aunque no ya como librería de viejo y libros usados sino como tienda de discos que es otra forma de resistencia en estos tiempos de transformaciones radicales, de novedades que no cambian nada, de silencios en extremo ruidosos.
El caballero que llevaba la librería tenía un extraño parecido, así lo quiero imaginar mientras escribo estas líneas apresuradas y con algo de jaqueca, a Walter Pidgeon, pero con bigote canoso y manchado de nicotina.
Lo recuerdo como un tipo amable, no sé si asombrado tras sus gafas oscuras de que un renacuajo sacara y metiera libros de entre los estantes y ojeara los colorines que se amontonaban en un rincón y que, por aquello de la edad, le estaba vedado adquirir en los kioscos que todavía riegan las ramblas. En aquellos días del general Franco.
Compré y vendí libros y colorines en Sonora. Y me pasé muchas horas muertas en aquella pequeña y apretada librería mientras escuchaba retales de las conversaciones que mantenía el librero con algunos de los clientes.
Recuerdo a uno de espesa melena blanca y barbita perfectamente recortada a lo candado. Es una pena que no sepa su nombre, ni siquiera el de pila. Sí que recuerdo mi bicicleta Chopper de cinco cambios y fabricada en Taiwán esperándome resignada en la fachada mientras, ya digo, perdía el tiempo y me ensuciaba los dedos rebuscando entre tanto libro, entre tanto colorín.
Aquella librería olía a viejo y a libro usado. Es decir, tenía aroma venerable.
Solo en una ocasión, Sonora, llamemos a Pidgeon así, me felicitó por una de mis compras. Se trataba de una novela que aún conservo, Port Arthur, no la de Emilio Salgari sino otro título firmado por un escritor, presumo ahora que no la encuentro, francés.
Había un letrero en Sonora en el que inevitablemente siempre descansaban mis ojos.
El texto tenía impresa la leyenda: Libro prestado, libro robado.
Pasado los años y reconvertida ahora en tienda discos, me doy cuenta de esa gran verdad. Prestas o te prestan un libro y es como si cambiara, a partir de ese momento, de dueño. No sé cuántos libros habré perdido así por cederlos en un momento de ¿flaqueza? Tampoco me he puesto a contar los volúmenes que forman parte de mi biblioteca y que fueron prestados en su momento.
¿Es un libro prestado un libro robado?
El caso es que los libros que dejé y que me dejaron se han convertido en leyenda. Los primeros porque no los volveré a ver y los segundos porque me recuerdan que fueron prestados y nunca devueltos.
Me duele el pecho de tanto fumar y observo la biblioteca atestada, con muchos de los libros desparramados por el suelo y me doy cuenta que aquella librería pequeña y apretada que fue Sonora fue algo así como un oasis en tiempos donde necesitaba abrevar agua fresca y clara, sin aditivos.
Quiero verme así como un cuatrero deambulado encima de la Chopper mientras el tiempo pasa y ya dentro de ese refugio que fue la librería, observar un cartelito mientras Sonora habla con un visitante y da profundas y lánguidas caladas a un cigarrillo.
El bigote manchado de nicotina y los ojos ocultos tras unas gafas.
Pienso en todo esto y en lo de más allá y me asaltan mil historias con las que componer un retrato de esta capital de provincias en la que vivo. Piezas de un mismo rompecabezas. Asideros sentimentales a los que recurro cuando el terreno sobre el que piso parece que se reblandece a medida que se suceden los días.
De tanta usarla, la Chopper quedó despedazada literalmente un día, mientras bajaba como una centella por una de las cuestas de la ciudad y se estampó conmigo encima cabalgándola, contra un muro de cemento.
Me fracturé la rodilla pero los libros que había adquirido en Sonora resistieron el golpe. Deben de estar en algún lado, pero ¿quién demonios se atreve a trastear en las estanterías de una biblioteca que, probablemente, ilustre mi propio desorden?
Me acuerdo de libro prestado, libro robado porque ayer mismo, cuando cae esa tarde que ahora es noche, un amigo me devuelve un volumen al que ya daba por perdido.
No le pregunto la razón de la devolución sino que cojo entre mis manos ese ejemplar que fue mío y que ahora me parece que ya no es mío.
Lo abro al azar, contemplo párrafos subrayados que no recuerdo haber subrayado y no sé, pero quiero pensar que sí, que ese libro con las tapas ya arrugadas y a punto de reventar, lo encontré hace mucho, mucho tiempo en una librería de viejo y libros usados que respondía al nombre de Sonora.
Saludos, lo que está arriba, está abajo, desde este lado del ordenador.
Noviembre 16th, 2013 at 19:48
Un libro no devuelto puede ser causa de asesinato en primer grado.
Noviembre 16th, 2013 at 20:52
¿Demasiados cadáveres ya?