La llamada de África
William Walker fue un mercenario norteamericano que en la segunda mitad del siglo XIX logró ser presidente de Nicaragua respaldado por un ejército de heterogéneo de soldados que se denominaban así mismos Los inmortales. La primera vez que llegué a este personaje fue a través de la película Walker (Alex Cox, 1988), protagonizada por Ed Harris, pero el filme resulta muy irregular sobre un personaje que es fruto del capitalismo más salvaje. Para una mejor aproximación al mismo, recomiendo la lectura de Pura vida, de Patrick Deville, en el que la sombra de Walker resulta bastante alargada y justifica el esfuerzo de este escritor y viajero francés ya que ofrecer un peculiar retrato de Latinoamérica como continente mestizo e indómito.
Hace apenas unos días terminé Ecuatoria, libro en el que Deville plantea más o menos los mismos objetivos que en Pura Vida solo que en esta ocasión centrado en el continente africano y en los blancos (Stanley, Brazza, Livingstone, entre otros) que recorrieron su geografía en un fascinante intento de recrear las vida paralelas de Plutarco, aunque el carácter de estos personajes reales, que en manos de Deville se convierten en carne de ficción, resultasen en muchos de los casos radicalmente diferentes y opuestos en sus fines e intenciones.
Guste o no guste, se quiera o no, entiendo los libros de Deville más como novelas que como libros de viajes en su sentido más estricto y si quieren comedido. El escritor juega con los tiempos, al viajar al pasado para narrar las aventuras de esos hombres blancos que abrieron caminos al andar, y en tiempo presente, momento en el que cuenta cómo son los escenarios que en su día recorrieron estos exploradores. Heterodoxos a los que animaba el espíritu de la fortuna en muchos de los casos y en otros un desarmante humanismo.
En este aspecto, algunos de los capítulos de Ecuatoria son de una belleza que hace salivar el paladar del lector porque participa junto a ellos en su itinerario por una selva densa y rodeada de peligros detrás de un sueño. Un sueño que puede ser el de conquista o el de dar pasos hacia adelante porque no existe en su diccionario la palabra retroceder.
El eco de Conrad resuena en cada una de las páginas de esta novela sobre iniciados. De hombres que forman parte de la historia de una geografía que a lo largo del siglo XIX se repartieron las potencias europeas al dibujar con tiralíneas sus fronteras.
Deville combina estas intrahistorias para configurar un fresco en que se confunde política colonial, biografías e incluso apariciones estelares como la de Che Guevara, quien apoyó los movimientos revolucionarios congoleños en 1964 y vivió ahí, en pleno corazón africano, el primero de sus fracasos guerrillero apenas unos años antes de su muerte en Bolivia.
El resultado es un texto en el que algunos de sus visitantes más famosos se fusionan con aquel entorno y en el que se defiende la idea de que cualquiera “se puede convertir en Kurtz o en Schweitzer”.
Entre los mensajes que se desparraman por Ecuatoria es que hoy apenas queda nada de aquellos hombres y sí bastantes de esas fronteras que tanto contribuyeron al caos africano. Otro de los resultados funestos de una colonización en la que participaron gentes con honor y otras gentes que jamás entendieron el sentido de esta palabra.
Conquistadores, al fin y al cabo, por su tenacidad en alcanzar metas mientras se introducían en una jungla espesa e inhóspita para expoliar sus riquezas o con la intención de protegerla del espolio de los advenedizos. Todos, sin embargo, unidos en su búsqueda de un destino.
¿Destino?
En Ecuatoria el destino se convierte en una realidad que tejen los sueños. Y ese sueño tiene un nombre: África, un extenso territorio que aún contaba con zonas en blanco en los Atlas del XIX, y que escritores que apenas tocaron con sus pies, utilizaron como paisaje de algunas de sus novelas.
¿Un nombre? Julio Verne.
Verne, de hecho viene a decir Patrick Deville fue uno de los involuntarios culpables que empujaron a muchos de sus lectores contemporáneos a explorar aquellas manchas ignotas para descubrirlas a una civilización que como la occidental se abría camino en nombre del progreso. Ese mismo progreso, escribe Deville, responsable de matanzas y generar una complejísima miseria que aún hoy se ceba en el continente.
Para el hombre blanco la llamada de África –escribe Patrick Deville– es una llamada individual.
O una llamada existencial.
Conrad lo puso en boca de su misterioso Kurtz:
“El horror, el horror”.
Saludos, a leer que son dos días, desde este lado del ordenador.