Como unir muertos vivientes y alta política

La tendencia me acompaña hace ya algunos años y parece que no tiene fin, aunque eso implique que me refugie menos en el cine, tanto el que veo en casa como en salas, cuyos precios ya lo hemos dicho y escrito, son prohibitivos para mis bolsillos en tiempos de crisis.

El alimento de los dioses con el que me nutro son las series de televisión norteamericanas. Esos, por lo general, formidables productos donde el creador y guionista es la estrella; en ocasiones algunos de sus actores protagonistas pero donde el director ocupa un discreto segundo puesto por mucho que se llame Martin Scorsese, Frank Darabont, Walter Hill o David Fincher.

Me he dedicado a emborracharme en los últimos tiempos con series que ya pertenecen a la historia como Roma, Deadwood, Carnivale, y con trabajos que forman parte de la nueva mitología que impone esa caja que no es tan tonta como Los Soprano, Breaking Bad, Boardwalk Empire… y las que en esta actualidad existencial ganan puntos para ocupar un puesto en ese olimpo de excelentes producciones en las que los villanos con matices adquieren un renovado pero sobre todo atractivo protagonismo –pienso en House of Cards, tanto en su versión británica como norteamericana y en la que su personaje principal rompe la cuarta pared para reflexionar cara al público qué deseos y anhelos dictan sus maquiavélicos planes– como la renovadora y seductora revisión del cine fantástico que, en el caso de The Walking Dead, no ha perdido su gusto por mostrar las vísceras ni la inquietud de los sobrevivientes a enfrentarse a legiones de cadáveres revividos.

Y todo esto sin dejar de ser una clásica historia de buenos y malos cuya maldad ya no encarna la mecánica caníbal de los muertos vivientes –operan más como coro– sino los vivos en una inteligente relectura de El amanecer de los muertos (George Romero asesorado por Dario Argento, 1978) y largometraje que visto con distancia se ha convertido en todo un clásico del subgénero zombi.

La cuestión es que uno no se cansa de ver series. Y son tantas las que aparecen que no tiene tiempo para verlas todas, lo que obliga a ser selectivo con lo que se observa. Por ejemplo, no pasé de la primera temporada de Homeland por mucho que insistiera un amigo a que me enganchara con su historia pero sí que caí rendido ante los Mad Men más que por el relato por el reparto de actores que participan en una serie que repasa la historia de los Estados Unidos de Norteamérica desde finales de los 50 a la década de los 70.

La pregunta del millón es cuál de ellas me llevaría a una isla desierta. Y la elección, en mi caso, resulta obvia por afinidad con el género: Boardwalk Empire y Breaking Bad.

Será porque cuentan la vida de dos personajes que se volvieron implacables por las circunstancias. Y su descenso a los infiernos, que se identifica con el éxito que obtienen en los negocios y el dinero que reciben por explotar su talento para las malas artes.

Su final, además, significa una épica ruina personal.

No sé, y esto no me ocurre con muchos largometrajes, si sería capaz de volver a ver completa Boardwalk Empire y Breaking Bad, pero es más por una cuestión de pereza –semejante a la volver a leer una novela que emocionó pero que supera las setecientas páginas–  que por otra cosa.

Intuyo, además, que regresar a ellas le quitaría el factor sorpresa, la capacidad de asombro con el que la viste –y se descubre– cuando fue la primera vez.

Esa sorpresa es la que me acompaña ahora que miro The Walking Dead y House of Cards, dos series que están en las antípodas pero que funcionan muy bien –o al menos me ha funcionado muy bien personalmente– como programa doble. Alternando el salvajismo físico y emocional de la primera con el salvajismo intelectual de la segunda, y que tan bien encarna ese matrimonio que forman Kevin Spacey y Robin Wright en la pequeña pantalla.

La cuestión es que las series han logrado lo que parecía imposible, que me quede sentado ante el televisor y deje que pase el tiempo sin darme cuenta… Y eso ya no me pasa cuando voy al cine, donde casi siempre miro el reloj cuando no al techo porque, ya ven, me aburro…

Saludos, take it easy, desde este lado del ordenador.

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