En busca de la Tierra Prometida

La primera vez que me encontré con una pareja de mormones, estadounidenses para más señas aunque se esforzaron por hablar español, fue en una esquina de la plaza de La Paz, en Santa Cruz de Tenerife, y a pesar de que no les acompañé a su iglesia ni presté demasiado caso a sus revelaciones, no me cayeron mal.

Años más tarde conocí a un amigo que fue mormón. De hecho, llegó a convertirse en una especie de ministro mormón, pero ya no lo era. La de veces que hablamos del asunto nunca criticó a la iglesia e incluso admitía el diezmo porque se trataba de contribuir con esa comunidad, además de participar en las actividades que organizaban en el templo.

Más tarde, y a raíz de una historia del oeste que leí y que estaba escrita por un español que escondía su nombre tras un pseudónimo anglosajón, reparé en que los mormones eran descuartizados con saña en esa crónica de la gran epopeya de frontera.

Por ejemplo, a su fundador Joseph Smith lo acusaba de dipsómano, y el éxodo que los mormones emprendieron a raíz del linchamiento y posterior asesinato de Smith, de calco de la fatigosa búsqueda de la Tierra Prometida que inició el mismísimo Moisés con el pueblo judío.

Estas sospechosas coincidencias más que reducir mi interés lo aumentó si cabe hacia una iglesia que algunos consideran secta –claro que bien mirado ¿qué religión no lo es?–  y que desde el siglo XIX forma parte indisociable del estado de Utah.

La historia de los mormones contada por ellos mismos está salpicada de persecuciones y milagros hasta alcanzar su objetivo: la Tierra Prometida, un itinerario feroz en el que fueron conducidos por un hombre obstinado al que movía la fe llamado Brigham Young, el profeta que recogió el testigo de Joseph Smith tras su violento asesinato.

Esta iglesia contaba, entre otros libros, con El Libro de Mormon, que toma su nombre de Mormón, quien de acuerdo a esta obra es uno de los últimos profetas que escribieron en él, alrededor del año 390 d. C., como resumen de un compendio de varios escritos y archivos que abarcarían 600 años de historia antes de Cristo y 400 después de Cristo.

Como es natural, lo que no creen en esta fe califican lo que cuenta el texto como una suerte de disparates y mentiras. Confieso, en mi caso, haberlo intentado leer en varias ocasiones pero los resultados han dado como saldo un fracaso estrepitoso.

Protagonizada por Tyrone Power, Linda Darnell, John Carradine, Vincent Price, Mary Astor y dirigida por Henry Hathaway, El hombre de la frontera (1940) no es otra cosa que la narración cinematográfica de la larga marcha que emprendieron los mormones bajo la dirección de Brigham Young, a quien interpreta como un iluminado Dean Jagger, sin renunciar a los conflictos que dividieron al grupo tras la muerte de Joseph Smith (Vincent Price).

Tyrone Power interpreta a un joven y apuesto discípulo de Young que está enamorado de una profana, Linda Darnell, aunque la chica terminará pronto abrazando la nueva fe para contraer matrimonio con el personaje que encarna Power y pese a las calamidades que pasan juntos durante el trayecto en caravana en busca de la Tierra Prometida.

Muchas son las lecciones mormones que ofrece El hombre de la frontera, y una de ellas es que el que la persigue la consigue. También la de mostrar cómo un grupo compacto de hombres y mujeres con una fe capaz de mover montañas puede romper un destino que no está escrito por los dioses sino por los hombres.

Western atípico, ya que pesa más el valor religioso que los atractivos –por otro lado tan pegados a la religión– de una cinta de vaqueros tradicional, el filme sabe mantener el tipo al combinar propaganda mormona y hagiografía con la aventura, la aventura entendida como viaje y experiencia iniciática.

En este aspecto, El hombre de la frontera insiste en el esfuerzo que significó para los mormones abrirse paso en territorio tan hostil como indómito, rodeados de unos enemigos que, curiosamente, pertenecen a la raza blanca porque el corazón de las tribus indias con las que se tropezaron era puro y salvaje. De hecho, estos indios actuaron como aliados de unos hombres de fe que buscaban la Tierra Prometida.

Gracias al largometraje, y para los interesados en desentrañar muchos de los arcanos que caracterizan a una religión tan estadounidense como ésta, nos enteramos de porqué la gaviota es un ave sagrada para los mormones, así como de las razones que los animaron a coger las armas para defender un territorio que consideraban como suyo cuando detuvieron su camino al llegar a la orilla del Lago Salado y construir una ciudad que hoy es capital de Utah.

Henry Hathaway volvería a trabajar con Tyrone Power en largometrajes tan notables como Correo diplomático, un clásico del cine de espionaje; El correo del infierno, un más que estimable western y la película de aventuras La rosa negra, todas ellas muy aceptables producciones que firma uno de esos cineastas a los que algún crítico sin luces calificó como “de hábil artesano”.

Un “hábil artesano” es un profesional que saca adelante trabajos por imposibles que resulten. Y encima lo hace atractivos y productos que aún resisten el paso implacable del tiempo.

Y El hombre de la frontera es uno de ellos.

Una película que supo frenar el paso implacable del tiempo.

Saludos, lo que está arriba está abajo, desde este lado del ordenador.

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