Tengo boca y debo gritar
Cae en sus manos un libro impresentable, escrito por un africanito español que se cree el rey y no es nada. Ese escritor ha iniciado una campaña en Facebook promocionando su novela, lo que es lícito naturalmente, pero recurriendo a técnicas de engaño que se han de denunciar porque el éxito no se gana a través de infundios sino de trabajo. Trabajo bien hecho, honesto hacia el público al que va dirigido.
La novela, si se puede llamar así, quiere tener ecos cinéfilos ya desde el título, Cantando bajo la lluvia, y en portada aparece efectivamente Gene Kelly en la escena más recordada de la película, esa en la que baila por la calle porque está enamorado y es tan feliz que le resulta ajena la tormenta que cae sobre su cabeza.
El relato, editado por Anónimos rebeldes, está firmado por Garabito González pero no se han encontrado datos del personaje en ningún sitio lo que hace sospechar que es falso. Tan falso como las letras que, seguro, escribió en pleno rapto de embriaguez alcohólica.
No hay tino, ni fuerza en las frases que construye:
“Por el hueco de la escalera alguien canta Señor, Tú que quitas el pecado del mundo…, mientras una niña dice mamá no, mamá no, pero a la voz de la madre se le suma la de un varón y pronto la de la niña y la verdad es que no cantan mal el Señor, Tú que quitas el pecado del mundo pero eso le pasa porque ayer vio La ruta del tabaco, de John Ford, y en la película hay una señora que se pasa todo el tiempo cantando himnos religiosos.”
Puesto así el escenario, se puede pensar que el tal Garabito González no pretendía nada salvo llenar papel y papel porque el libro está repleto de frases presuntamente categóricas que dan pena. El objetivo, se presume, era el de adentrar al lector en un espacio opresivo, de tío que vive en una comunidad de marcianos a la que espera integrarse.
Esa es la salvación, parece que dice, pero no está tan claro porque escribe unas líneas de tal molicie que produce más que curiosidad, sonrojo:
“La cosa religiosa. O en el otro extremo el reflejo de su vida en una sucesión de escenas de películas y novelas.
Está indeciso el payaso. No sabe si reír o llorar.”
No hay un argumento específico en su retórica, absurda y muy cursi, salvo mostrar sin pudor un Ego como una montaña. Algo bastante habitual entre los que dicen que son artistas. En este caso, escritor.
“Esa mañana se metió en una ermita y se puso a rezar, que es monologar con los dioses mientras unos niños jugaban al fondo… Se sintió en paz, aunque esa paz le dio algo de miedo por lo que tuvo que salir por patas, no pies, mientras le esperaba al fondo el Rastro.
Un Rastro extraño, aunque siempre vivo y con mezcla de aromas y con gente que grita y otros que cantan lo que ofrecen.
Se compra medio queso en Nuestra Señora de África y con una barra de pan bajo el brazo piensa que con lo mismo se inició la Reconquista. Eso decía un amigo que le decía su padre. También otros dichos que actúan como advertencia del camino que es la vida.”
Probablemente en un turno de resaca, el tal Garabito González revela que se siente viejito, y que el mundo que lo rodea ya no tiena nada que ver con él:
“Los objetos que articularon su forma de vida en la capital de provincias están muertos o en cuidados intensivos pero intenta encontrarle sentido, pertenencia, a una ciudad que es parte de su carácter.”
Y más adelante, quizá con la idea de disculparse de que en esos párrafos no haya nada, nada de nada y mucho menos intención de cantar bajo la lluvia, escriba “Esas cosas pasan porque una mañana, al llegar al vídeoclub encontró un cordón policial custodiado por agentes de la Nacional y la local, como dice ése.
Mordido por una indiferente curiosidad, preguntó a uno que qué había pasado, y el uno le contestó que un suicidio.
Una señora que se tiró del balcón.
Días más tarde preguntó que de dónde, y le indicaron con el dedo que siempre señala a la luna que justo el de allí, el que tiene la antena parabólica. También le explicaron que en retirar el cadáver tardaron como una hora y media.
Una hora y media tendida en la calle, y que la sangre que quedó sobre la acera se limpió después con mangueras.”
El narrador, que por una vez parece que ha encontrado un hilo pierde precisamente el hilo aunque hay momentos, muy de tarde en tarde, en que parece que lo recupera.
“Me cuentan que algunos estudiantes que iban al colegio media hora después de que la señora saltara al vacío pudieron grabar con sus móviles el cuerpo tendido en el suelo que estaba cubierto, malamente, con unas mantas.
Vamos bien.
No sabe, ni le importa, donde habrán terminado esas imágenes pero sí que se pregunta de qué vamos…
¿Vamos bien?
Dos casas más allá de la suya un predicador de una de esas Iglesias cristianas que parecen sacadas de El fuego y la palabra dice haced esto en conmemoración mía pero sus palabras no son exactamente iguales a las que recuerda de la misa católica, esa de la que aún conserva dos oraciones básicas y otras pero muy diluidas del Catecismo.
Siempre el señor ismo.”
Pero este relato donde no hay relato continúa. Y continúa con el mismo tono de quiero y no puedo.
Garabito González concluye esta idiotez con un patético Fin que degenera en ¿fin?
Un ¿fin? por el que merece la guillotina, también por haber pergeñado un libro (¡cuatrocientas páginas!) con el que tan gratuitamente ha contamindo el proceloso mundo de las letras. Un océano que gente como Garabito González envenena en nombre de YO. Yo mismo.
Ese mismo YO que asegura vender más libros que el Quico pero que nadie, salvo un servidor, conoce.
Saludos, decíamos ayer…, desde este lado del ordenador.