Benito Pérez Galdós, en Tenerife

Hoy no es un día de celebración aunque dé inicio oficial a los actos que comienzan el centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843-Madrid, 4 de enero de 1920). De momento y sin muchas algaradas, unos y otros, unas y otras, festejan la producción literaria del escritor al que la leyenda acusa, malévola leyenda, de haberse limpiado el polvo de los zapatos cuando arribó a tierras penínsulares. Como todo el mundo sabe o debería saber, Galdós se convirtió en el gran escritor de Madrid de finales del siglo XIX y dio un empujón a la novela histórica que se escribía y se escribe en este país a través de los Episodios Nacionales cuya primera serie fue la primera lectura que recibí de un hombre al que le dolió España mucho antes que aparecieran los del 98.

Benito Pérez Galdós supo sacer lo mejor y lo peor de este país en estas diez novelitas que retratan los años de la ocupación napoleónica y saca a relucir el carácter de unas gentes que combatieron contra un enemigo ilustrado, entre comillas, en favor de un rey que más tarde salió felón.

Lo que es probable que no sepan muchos de ustedes es que Benito Pérez Galdós dejó unas cuantas cuartillas escritas de una estadia que pasó en Santa Cruz de Tenerife, Son letras apresuradas que escribe un escritor aún en ciernes pero en las que refleja de manera vivída una capital en ebullición constante. Dicen ahora unos y unas que estas notas son falsas, que no corresponden al genio de Galdós pero ninguna de estas voces ofrece argumentos sólidos que expliquen esta negación… En fin, aquí les dejo un fragmento de este documento que publicó en su día el Servicio de Publicaciones de la Caja de Ahorros de Canarias (1986) antes de que fuera devorada por la Caixa con el nombre de 9 horas en Santa Cruz de Tenerife:

“El puerto de Santa Cruz no es otra cosa que una rada abierta a todos los vientos menos al norte y oeste, de los cuales aquel es el reinante en semejantes latitudes. La Punta de Anaga, elevada sierra de rocas volcánicas, se extiende naciendo de la isla en dirección nordeste, deteniendo las nubes en su encrespada cima, siendo esta la causa que hace que el cielo esté casi constantemente despejado, diáfana la atmósfera, y radiante el sol en los calmosos meses del estío.

Aquellas rocas salvajes, donde apenas crecen algunas plantas silvestres de raquítica vegetación, descienden precipitadamente en el mar hasta producir un fondeadero bastante respetable por su profundidad, y donde los buques necesitan no pocas brazas para llegar a asegurar sus anclas sin peligro. Esto, y al mismo tiempo la oblicuidad de las capas de lava que en muchas partes visiblemente muestran las rocas de Anaga, han hecho concebir la idea de que el puerto de Santa Cruz no es otra cosa que el cráter de un volcán, cuya antigüedad se pierde en la noche de los siglos. Opinión que tiene en su abono la multitud de cráteres que a cada paso se encuentran en las islas Canarias, y cuyos vestigios aparecen en las superficies y en las profundidades de todos los terrenos, con más o menos visos de antigüedad.

Al sur de esta cordillera y a la misma lengua del agua se levanta la población rodeada de algunas huertas, donde crecen como por lujoso artificio, en un terreno de naturaleza calcárea, algunos pobres árboles que quieren esforzarse inútilmente por dar las gracias a su cuidadoso dueño, prestándole la escasa sombra de sus mustias hojas.

Un muelle que se prolonga a pesar del fondo, convida al cansado viajero a echar pie a tierra e introducirse en la población que está pronta a recibirlo con aquella franqueza que caracteriza a los hijos de las Canarias.

En medio de los abrazos de nuestros amigos saltamos nosotros, más deseosos de descanso que de simpáticas demostraciones. Así que nuestro primer cuidado fue atravesar el muelle y la espaciosa plaza de la Constitución, sin parar mientes en el triunfo que se levanta al naciente, trofeo de blanco mármol que recuerda la rendición de la isla de Tenerife y sus cuatro Menceyes al valor de las armas españolas.

Nos dirigimos a la Fonda del Inglés, en la calle San Francisco nº 11, y mientras nos preparaban el almuerzo, los siete amigos charlábamos amistosamente recordando los últimos instantes de nuestra partida de Gran Canaria y proyectando motivos de distracción para alejar la monotonía que siempre lleva consigo un viaje por mar, aún cuando sea breve. Cuando nos llamaron a almorzar, ya lo deseábamos, nuestros pobres estómagos estaban tan escuálidos del viaje que, apenas el sirviente se retiró, nos dirigimos atropelladamente al comedor. Nos levantamos satisfechos del menú que nos sirvieron: un plato de huevos, pescado, carne, fruta, todo regado con un buen vino de la tierra y un buen café.

Apenas habíamos concluido de almorzar le pregunté a mis compañeros que adónde íbamos a ir, pues ustedes no pensarán pasar mano sobre mano estas cuantas horas que nos quedan para embarcar. No, no, contestaron unánimemente, yo voy a comprar baratijas, yo a hacer dos visitas, y yo a ver a los amigos. Pues señores, los que no tengan nada que hacer que me acompañen al Casino; así es que, mis tres amigos y yo, atravesamos la plaza, doblamos la esquina de la Marina, y entramos en la ilustre Sociedad tinerfeña”.

Saludos, gente, desde este lado del ordenador

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