Lupo, el pitbull

A punto de llegar a las ruinas de lo que fue el parque cultural Viera y Clavijo me encuentro con un tipo que tiene un puesto en el rastro en el que suele vender libros a precios que no sé si mañana me parecerán de risa. Tras saludarlo me doy cuenta que lleva por una correa a un pitbull negro de campeonato que con las patazas delanteras intenta sacarse el bozal que lleva por aquello de que se trata de una raza canina peligrosa. El monstruo con cuatro patas responde al nombre de Lupo y mientras Kala, que es bastante miedosa, juega con el pitbull, algo así como si fuera Fay Wray ante las fauces de King Kong, le pregunto si el Rastro volverá a abrir algún día…

Me responde que todavía no lo cree. Y que pasará mucho tiempo antes de que volvamos a caminar por las alamedas como en aquellos domingos de antaño. Mucho antes de la (a)normalidad en la que nos encontramos. Y es que echo de menos esos paseos, y el gentío. No tanto el verme atrapado entre la masa como pasaba algunas veces, recogiendo con mi nariz una vomitiva gama de sudores, pero la nostalgia a veces tiene estas cosas… Recuerdas imágenes y alguna sensación pero no el tacto ni los olores que flotaban alrededor, aunque últimamente noto la napia bastante sensible pero debe ser cosa de la edad. Tanto, como que ahora hasta meriendo un café con leche con galletitas antes de la caida de la tarde, tras los aplausos.

El tipo del rastro que lleva a Lupo habla hasta por los codos y no me pregunten por qué, pero ahí estoy con él, ambos con nuestros respectivos canes, rumbo a su casa donde tiene mucho más libros por si me interesan.

Vive en el ático de una vivienda respetable, aunque antes de abrir me pide que espere un rato porque tiene que avisar a su hermano. Imagino que por aquello de que esté visible. Me ruega de paso que no me asuste por el desorden de la casa pero creo que estoy inmunizado para el caos así que le respondo que no se preocupe.

El ático resulta, literalmente, espectacular pero el desorden le quita brillantez a la vivienda.

Me abre una maleta repleta de libros canarios pero no encuentro nada destacable, y una caja con literatura variada. Me llevo la Historia de la Filosofía del maestro Julián Marías en una edición de la Revista de occidente por dos euros pero confieso que no puedo continuar con la inspección de curiosidades porque el olor que flota en el ambiente es demasiado grasiento. Y no me equivoco al escoger este calificativo porque es tanta su intensidad –algo asì como a chuleta de cerdo pasada– que casi parece que se puede coger con las manos. La grasa, digo.

Le explico al tipo que ya he visto suficiente, que no se preocupe bajando maletas y cajas, así que me encamino a la puerta de la calle a punto de potar. O vomitar que dicen los finos. Casi expulso el desayuno cuando al pasar por la cocina descubro al hermano en camiseta comiéndose una papaya.

“Buenos días”.- nos decimos. Abro la puerta y corro al ascensor.

– Te llamo.- le digo pulsando rápidamente la planta baja.

Mientras baja el ascensor me llevo la mano a la boca porque las tripas están bailando rock and roll y parecen empeñadas en salir de juerga a través de la garganta pero controlo las arcadas y respiro aire cuando llego a la calle. No obstante, parece que se ha impregnado del perfume de la casa la mascarilla que me tapa el hocico y la boca así que camino bastante mareado con destino a un espacio donde pueda oler a flores ya que no siento las que decoran los parterres de la rambla.

Por la tarde, mientras Kala y yo desfilamos por esa misma rambla, dos furgonetas de la policía nacional están estacionadas cerca del cine Víctor y varios agentes detienen a los paseantes no creo que por drogas. Será por el kilómetro ése que nos dejan recorrer para controlar el que lo hace por afición y el que se pasa las nuevas normas por el arco del triunfo.

Cae la tarde, la noche vence al día y se encienden las farolas. Converso con un amigo el rato que nos dejan y paseo con mi sobrina por un Santa Cruz de Tenerife extraño. Gente hay bastante, pero verlas caminar o correr (a esa hora ya se puede) ante la mirada muda de los establecimientos cerrados a causa de la pandemia da un color siniestro a esta vuelta a la (a)normalidad. Debe ser la nueva (a)normalidad.

Kala, que de natural es bastante tímida con los de su especie, está sin embargo que se sale. Ladra, y no es ladradora, se frena en seco, y la noto incluso más extrovertida. No deja de mover el rabo y a mi me parece que está pletórica y feliz.

Llegamos a casa. Me asomo por la ventana y ya es de noche.

Kala, mientras tanto, ladra a mi lado.

-Shhhhhh.- susurro.- Shhhhh.

Saludos, sueño que huelo, desde este lado del ordenador

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