Benjamín Reyes presenta Don Miguel, el del cine, un libro sobre el pionero de la fotografía y el cinematógrafo en Canarias

El 13 de febrero de 1898 se exhibieron por primera vez en Canarias una serie de películas gracias al cinematógrafo Lumière. La histórica proyección tuvo lugar en los bajos del Círculo Mercantil de Santa Cruz de Tenerife y el hombre que estaba detrás de aquel artefacto era un palmero, Miguel Brito, el primero que supo ver las posibilidades de aquella máquina de la que salía un rayo de luz que al estampar contra un lienzo en blanco reproducía imágenes… Imágenes de la salida de los obreros de una fábrica, de un tren que avanzaba directo al asustado espectador o de un regador, regado.

El caso es que aquel visionario trajo a las islas el revolucionario invento poco después que los hermanos Lumière lo presentaran oficialmente y por primera vez al público en París en marzo de 1895. Así que lo que vino después es historia y en el caso de Miguel Brito, de un injusto olvido que salvo una calle que lleva su nombre en la capital tinerfeña, sigue siendo un absoluto desconocido.

Por fortuna y gracias a Don Miguel, el del cine, de Benjamín Reyes, un libro quiere recuperar su trabajo y en especial destacar su importante aportación como pionero del cine y de la fotografía en Canarias.

Entre las muchas cosas que llaman la atención de esta obra, destacaríamos la excelente colección de imágenes del mismo Brito Rodríguez que se dispersan a lo largo de las páginas del libro. Imágenes en blanco y negro no solo de familiares sino también de la isla de La Palma. No es para menos, porque este atractivo material gráfico permanecía hasta la fecha ignorado y sirve a los lectores para observar cómo era la vida en la Isla Bonita durante las primeras décadas del pasado siglo XX.

Don Miguel, el del cine está estructurado en diez capítulos y cuenta con un prólogo que firma el cronista oficial de Santa Cruz de La Palma, Manuel Poggio Capote, en el que además de celebrar la publicación de esta biografía, saluda la recuperación de la vida y de la obra de un hombre que si hubiera nacido en otro sitio, en otro lugar, hubiera dado origen a una o varias historias. Y es que la existencia de don Miguel (conservamos el tratamiento de don que le da Benjamín Reyes en el título de la obra) parece sacada de una novela por entregas, sistema de lectura por otro lado que fue muy de aquellos tiempos de los que solo conservamos memoria gracias a los periódicos, los libros, las fotografías y el cine, entonces aún en pañales.

El personaje tiene también vinculación con Santa Cruz de Tenerife, ya que terminó sus días residiendo en la isla, donde además de ser el responsable de la primera exhibición cinematográfica, terminó trabajando como maquinista en el cine de La Paz, hoy desaparecido pero que formaba parte de una de las esquinas que flanquean la fuente que lleva ese nombre, La Paz, en recuerdo del fin de la I Guerra Mundial.

No se le hace extraño a quien ahora les escribe que este libro sea resultado del entusiasmo de Benjamín Reyes por descifrar la historia del cinematográfico a este lado del Atlántico, y mientras se pregunta la razón no deja de ojear las páginas de una obra que está llamada a ser reclamo no solo para el aficionado palmero sino también de otras islas y, si me apuran, de otros territorios no necesariamente peninsulares ya que estamos ante un trabajo que con las distancias a las que obliga la investigación histórica y periodística, saca a relucir lo que se conoce sobre Miguel Brito, un hombre con dinero que invirtió en lo que más le gustaba, el cine y la fotografía, aunque fracasara en muchas de estas actividades porque no tuvo madera para los negocios. En el libro me entero además de la afición que tuvo por la vida bohemia y del fin de una existencia que no lo trató con la gratitud que se merecía.

Para escribir sobre sus hechos, Benjamín Reyes ha buceado en archivos y hemerotecas, entre otros el Diocesano de Tenerife, así como consultado cartas manuscritas que dirigió a la clientela de su estudio fotográfico y la correspondencia que su esposa, Blanca Rosa Padilla, le escribió y en el que se nos muestra un retrato más humano de la pareja.

En el aspecto técnico, Benjamín Reyes repasa su trayectoria como fotógrafo, donde acumula en el periodo comprendido entre 1898 y 1932, 21.384 imágenes en las que plasma cómo era la sociedad de su tiempo, su trabajo como fotoperiodista en el Diario de Avisos y su quehacer como proyeccionista, primero en el Parque Recreativo y más tarde en el Cine La Paz. Su poco olfato para los negocios hizo, sin embargo, que vendiera sus aparatos cinematográficos a Ramón Baudet, que sí vio las posibilidades de aquel invento, convirtiéndose en uno de los empresarios de salas de exhibición cinematográficas con más éxito en Tenerife y La Palma.

El libro de Benjamín Reyes se lee con curiosidad, a lo que contribuye su profesión de periodista, y entre las selección de fotografías que incluye destacaría de entre todas ellas unas que a mi, particularmente, me ha llamado la atención por su desarmante sencillez y por lo que transmite. Se trata del retrato de un infante con medio cuerpo recostado sobre una mesa. Los ojos abiertos y grandes, tan grandes que casi parecen boliches, miran fijamente a la cámara.

Esta fotografía es una metáfora adecuada para resumir la vida y la obra de Miguel Brito, uno de esos hombres que siempre quiso mirar hacia el futuro y nunca al presente ni al pasado. No me cuesta por ello imaginar cuál tuvo que ser su expresión y la de los que acudieron al estreno cuando hace ya más de un siglo se proyectó en el Círculo Mercantil de Santa Cruz de Tenerife las primeras imágenes que salían de aquella caja, de lo que se conocía como cinematógrafo Lumière. Lo que vino después es otra historia.

Saludos, navegamos, desde este lado del ordenador

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