Archive for the ‘Cine de barrio’ Category

Steve McQueen, el errante

Martes, Marzo 24th, 2015

Uno de los actores que ocupa un lugar muy destacado en mi educación sentimental es Steve McQueen. McQueen, que tal día como hoy hubiera cumplido 85 años si un cáncer de pulmón no siega su vida en noviembre de 1980, se convirtió en uno de mis referentes favoritos en las sesiones de cine de a las cuatro de la tarde, domingos en los que no me cansaba de ver Los siete magníficos (John Sturgess, 1960).

No obstante, la película definitiva, la que me hizo desde ese entonces miembro del club de seguidores de Steve McQueen fue La gran evasión (John Sturgess, 1963), que es una de esas películas que veo una vez al año y en la que –y me la sé de memoria– todavía sufro con los militares aliados que se han fugado de un campo de prisioneros alemán durante la II Guerra Mundial.

La carrera de Steve McQueen está salpicada de grandes títulos y otros que no lo son tanto pero es que incluso en esos casos si algo las salvan es, precisamente, que anda por ahí un actor al que la vida no le trató demasiado bien, sobre todo en su niñez y adolescencia, tiempos en los que solía visitar el reformatorio.

Y parte de este involuntario aprendizaje en las calles se grabó en su persona. A mi me parece un fantástico actor aunque otros piensen lo contrario.

Me encanta su trabajo como el chico de Cincinnati en El rey del juego (Norman Jewison, 1965) pero es que también me encanta El rey del juego, título en el que mantiene un duelo con grandes pesos pesados como Edward G. Robinson y Karl Malden.

Cuenta la leyenda que la película iba a ser dirigida por Sam Peckinpah, pero retiraron del proyecto al viejo Sam por protestón y acabó asumiéndolo un convencional pero en esta ocasión muy inspirado Jewison.

El paso del tiempo no le ha hecho daño a El rey del juego y aunque deteste la palabra se ha convertido en un clásico del cine norteamericano de aquellos años.

A las órdenes de Peckinpah, Steve McQueen protagonizaría dos películas: La huida y Junior Bonner.

La primera es una adaptación bastante libre de la novela de Jim Thompson, lo que explica que el escritor la detestara con cierta cordialidad y la segunda es, a mi juicio, uno de los grandes filmes del viejo Sam. Una película de vaqueros que, absorbidos por los cambios que imponen los nuevos tiempos, se dedican a ganarse unos dólares arriesgando su vida en los rodeos.

Repetiría a las órdenes de Jewison en El caso de Thomas Crown (1968), título por el que fue renocido como el rey de lo cool pese a que una extraordinaria Faye Dunaway pretendiera destronarlo y otro título clave en mi imaginario es Bullit (Peter Yates, 1968), que en parte contribuyó a popularizar en todo el mundo algunas de las empinadas calles de San Francisco, o Frisco como dirían los Beat.

También trabajó en la bélica El Yang-Tsé en llamas (Robert Wise, 1966) donde compartió protagonismo con, entre otros, un viejo conocido del reparto de La gran evasión, Richard Attenborough.

Seductor nato en la vida real y en la pantalla, Steve McQueen convenció a los idiotas que desconfiaban que fuera actor en Los rateros (Mark Rydell, 1969), que adapta una novela de William Faulkner y Papillon (Franklin J. Schaffner, 1973) donde ensombrece a un pese a todo brillante Dustin Hoffman.

Años más tarde acabaría incluso ejerciendo de jefe de bomberos en El coloso en llamas (John Guillermin, 1974) que es una de las grandes películas de catástrofe de todos los tiempos y uno de esos largometrajes que se me grabaron en la cabeza cuando lo contemplé arrobado y por primera vez en el fantástico Cine Greco en Santa Cruz de Tenerife.

No he vuelto a verlo otra vez, más que por miedo a la decepción por respeto a las sensaciones que recibí en aquel entonces.

Las últimas películas de Steve McQueen las vi acompañado de mi padre y en el Cine Víctor, sala que afortunadamente continúa abierta como el cine que siempre fue, y las recuerdo vagamente con tristeza por aquello de la ausencia.

En Tom Horn (William Willard, 1980) y Cazador a sueldo (Buzz Kulik, 1980) se nota ya la huella del cáncer en el envejecido rostro del actor, aunque la enfermedad poco o nada pudo hacer para borrarle el brillo en sus formidables ojos azules.

Su mirada, quiero creer, continuaba igual de cristalina que siempre.

Era la de Steve McQueen.

Saludos, viva el rey del cool, desde este lado del ordenador.

Los héroes del barrio

Viernes, Febrero 27th, 2015

James Matthew Barrie escribió en Peter Pan que la infancia muere al cumplir los dos años. Lo que viene después, dicen que quiso decir, es un intento por recuperar el asombro ante el descubrimiento del mundo.

El asombro de la niñez se mete en cualquier cosa. Incluso en películas. Y entre esas películas una serie –evoco hoy ya como viejunas– en las que sus protagonistas iban enmascarados y algunos incluso llevaban capa y vestían con algo parecido a tu pijama de todas las noches.

El héroe de estas películas apenas tenía súper poderes pero repartía bofetones a diestro y siniestro sin dejar de saltar por los aires.

Recuerdo a Superargo y a Goldface, y a los Tres Supermen, trío que parodiaba –quiero creer ahora– ese cine de agentes secretos con o sin máscara pero siempre disfrazados en su lucha contra el mal.

¿El mal?

El mal en estas películas solía representarlo un magnate que desafiaba al mundo, todo muy en plan Bond pero con mucho menos presupuesto.

Otras voces más iniciadas que la mía ya han escrito sobre estas películas –imprescindible en este sentido el especial Eurotrash que editó en su momento la revista 2000 Maníacos– una especie de subgénero nacido al calor de estrafalarias coproducciones italianas y españolas.

Esa memoria la refresco ahora para explorar un pasado que recuerdo en blanco en negro aunque todavía brillan con una incierta luz estas películas porque al salir de la función intentaba saltar y repartir bofetones a diestro y siniestro contra mis fantasmas.

Y esos fantasmas desaparecían.

Y eso te hacía feliz.

De Superargo vi al menos dos películas: Superargo, el hombre enmascarado (Nick Nostro, 1966) y Superargo, el gigante (Paolo Bianchini, 1968), y a mi más que gracia me daban un poco de morbosa inquietud por la máscara que llevaba su protagonista. Era el bueno, sí, pero no se quitaba la máscara.

Goldface (Bitto Albertini, 1967) era otra cosa ya que se ponía o se quitaba la máscara cuando lo exigía el guión.

Cuando se la quitaba resultaba ser Espartaco Santoni, que interpretaba a una especie de Flint mediterráneo. O un seductor que hoy podría ser desconcertante por políticamente incorrecto.

Sólo recuerdo de Goldface a Goldface dando saltos y muchos tiros.

Así que se ha convertido en uno de esos filmes que no quiero volver a ver. Me pregunto si será porque temo que triture otro capítulo de una infancia ya inevitablemente perdida.

Lo mismo pasa con Los tres supermen.

Y mira que me partía de la risa maríaluisa con esos tres tíos de rojo y negro y a cara descubierta que ejercían justicia.

En mi memoria aún guardo un gag tontorrón de Los tres supermen en la selva (Bitto Albertini, 1970) aunque apenas conservo recuerdo de Los tres supermen (Gianfranco Parolini, 1967), Los tres supermen en Tokio (Bitto Albertini, 1968) y Los tres supermen en el oeste (Italo Martinenghi, George Martin [Francisco Martínez Celeiro], 1973).

Debe ser que quiero que aquellas sensaciones –cuyo eco aún hoy llega atenuado– permanezcan ahí hasta que se apaguen.

Así que por el momento las recuerdo con una mueca que es casi una sonrisa dibujada en la boca.

Un recuerdo que posee la misma intensidad de un fósforo prendido que está a punto de convertirse en humo.

Saludos, arf, arf, arf, desde este lado del ordenador.

Alta suciedad

Lunes, Febrero 16th, 2015

El cine norteamericano descubrió en los años ochenta que los jóvenes cultivados en la televisión eran sus consumidores mayoritarios. Ese público devoraba –como hoy– cualquier cosa que protagonizara uno de los suyos.

Yo recuerdo a los incorregibles Albóndigas y a la pibada de Porky y sus secuelas con sed de venganza. También a los que tenían problemas como en El club de los cinco o en todas esas películas de terror de casquería cuyos orígenes han sido estudiados con el respeto que se merecen por varios aficionados tarados. 

El caso es que en aquel entonces se puso tan de moda esa clase de películas de terror en plan coña que resultó inevitable que entre tanta coña que daba sustos se colara de vez en cuando alguna obra menor pero con intenciones.

Películas que además de explotar el gusto al susto de la juventud, divino tesoro tenían el gusto de incorporar mensajes que, revisados hoy, continúan resultando actuales por su visión –chalada y radical– del universo que rodea a sus protagonistas.

Una de estas cintas es Society (1989) de Brian Yuzna, una especie de rey de la serie B con perdón de Roger Corman que, en su primera experiencia tras las cámaras firmó una revolucionaria interpretación de la lucha de clases en clave fantástica y terrorífica.

Además de una eficaz recreación en forma de pesadilla sobre la perdida del yo en favor de su integración en la colectividad aunque, en esta ocasión, los tiros van contra el selecto club de los ricos y el sistema que los sostiene: el capitalismo.

Society, vista hoy, todavía aguanta el tipo e incluso respira cierto aroma a clásico de un cine que pudo ser pero que terminó por no ser.

Todo ello tan de los ochenta.

Sin embargo, Society conserva su alta toxicidad por recelosa mirada a lo adulto y el discurso potencialmente rompedor contra los que nos crujen. 

Hay que verla como un grito de desgarro hecho espectáculo. Un grito paranoico contra esa sociedad retorcida, grotesca y carnal que denuncia en pantalla.

La primera vez que vi Society fue en vhs gracias a un préstamo en la tienda de vídeo de la esquina y el impacto, el ¿qué es esto?, se me grabó en el disco duro.

La refresqué el otro día tras pasármela en dvd un pirata a quien agradezco volver a quemarme los ojos con una videodrome que obliga a repetir pero, pero ¿esto qué es?

Society ya fue una película rara a finales de los ochenta y lo continúa siendo recién entrado el siglo XXI.

Es turbia y da escalofríos. 

El tonto del pueblo diría que suscita preguntas. Sobre todo cuando en pantalla observa una orgía de ricos cuyos cuerpos se funden, literalmente, unos con otros.

Revisarla me hizo volver a unos años que ahora recuerdo bajo una agradecida neblina dulzona y dar nombre y apellido a algunos demonios que desde ese entonces salieron a la luz.

O como decía el chalado, lo que ocurre cuando te atreves a mirar al abismo.

Society cuenta la historia de un chico rico que descubre que algo va mal en el hermoso barrio residencial en el que vive.

¿Algo?

Todas las señales le hace sospechar de los otros.  

De los vecinos que residen en los chalecitos y mansiones de al lado así como de su familia, que es con quien come y duerme todos los días.

Brian Yuzna, que fue productor también de Re-Animator (Stuart Gordon, 1985), una de las más personales adaptaciones de un relato de H. P. Lovecraft, y director de Rottweller (2004), una adaptación futurista de la novela Como un perro rabioso del paisano Alberto Vázquez Figueroa, no ha pasado sin embargo como el reivindicable cineasta de autor que es, probablemente porque explotó el género de terror en numerosas ocasiones por deber alimenticio.

Pero se olvidan del Brian Yuzna testarudo e independiente.

Ese loco que se perdió en el laberinto al estar empeñado en explotar pesadillas.

Y gran parte de esas pesadillas, de esa desatada desesperación tiene origen en su primera película como director: Society.

Una obra viva y rara, próxima a la denuncia de Están vivos (John Carpenter, 1988) y Viodeodrome (David Cronenberg, 1983) que a los asesinos de frenopático de aquellos años.

Una joya extraña que aún obliga a que digas “pero, pero ¿esto qué es?

Saludos, continúa el Carnaval, desde este lado del ordenador.

¡Bosambo!

Sábado, Enero 31st, 2015

Durante los años treinta el cine británico produjo una serie de películas que contribuyeron a justificar su política colonial. Uno de los grandes productores de ese cine, un cine que ensalzaba el patriotismo y el paternalismo que el hombre blanco ejercía sobre los pueblos en los que descansaba su férrea y civilizadora mano es Alexander Korda

Vistas hoy, la mayoría de estas películas no pasan la prueba de lo políticamente correcto pero son obras adecuadas para ilustrar a iniciados lo que significó el proceso colonial si se observa más allá de lo anticuado en que han quedado estas historias.

Bosambo (Sanders of the River, Zoltan Korda, 1935) es uno de estos títulos, un filme hondamente politizado y racista pero perfecto para comprender cómo era el mundo hace ahora ochenta años, época de conquistas y adelantos en los que ya se vislumbraba el inicio de la II Guerra Mundial.

No es Bosambo una de las mejores películas exóticas de los hermanos Korda, quienes arañarían el cielo con ese monumento al Imperio que sigue siendo Las cuatro plumas (1939), hasta el momento la mejor adaptación cinematográfica de la novela del mismo título de A. E. W. Mason, pero sí que resulta un filme que debido precisamente al paso del tiempo ha crecido por, digámoslo ya, raro por extraño e insólito.

Basado en un relato de Edgar Wallace, el padre del thriller moderno, Bosambo mezcla en la misma historia imágenes reales –tomas documentales de los lugares más remotos de Nigeria– con las rodadas en estudio para narrar un relato en el que su protagonista, un negro nigeriano llamado Bosambo, se autoproclama jefe de la tribu de los ochori e, inexplicablemente, los ingleses apoyan. En otras circunstancias, se destaca en el filme, esto le hubiera costado la pena capital aunque ahora Bosambo es aceptado por la alta autoridad colonial  sin el menor reparo. La razón de este extraño proceder es que el legítimo rey de los ochori, Mofolba, se ha declarado en rebeldía.

La película muestra a Bosambo como un rudo bonachón, pero también un hombre inteligente que aprovecha el respaldo británico para consolidar su poder. El Comisario Sanders, papel que interpreta Leslie Banks –el conde Zaroff en ese indiscutible clásico del cine de aventuras que es El malvado Zaroff (Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack, 1932)– dinamita pues la tradición ancestral del territorio que gobierna para colocar en su lugar a un plebeyo de su absoluta confianza: Bosambo, al que interpreta el actor y cantante Paul Robeson.

No deja de resultar interesante esta película, bastante dinámica como fueron todas las aventuras africanas que rodaron los Korda, porque su protagonismo lo asume un jefe que ha sido impuesto por los blancos y que como tal trabajará por y para los blancos.

En el filme los blancos, salvo los traficantes de ginebra y armas, son hombres civilizados, honestos y entregados a su trabajo, tanto que el mismo comisario Robeson aplaza su matrimonio para resolver con la ayuda de Bosambo la revuelta.

Otra curiosa característica de Bosambo es que aprovecha las cualidades como barítono de Robeson para incluir algunos números musicales en la película y que sin venir a cuento se dejan ver con desconcierto. También que, en contra de otras películas coloniales de la época, la pareja protagonista la encarne el rey Bosambo y su esposa (Nina Mae McKinney), lo que deja como secundarios al resto de reparto, en especial a los actores blancos.

En Bosambo el hombre blanco además de encarnar la ley y un gobierno superior es para los nativos algo así como una encarnación divina a la que no conviene llevarle la contraria. Y eso lo sabe Bosambo, no el verdadero rey de los ochori, el salvaje y primitivo Mofolba.

Ya se dijo que como película para analizar el espíritu colonial del hombre blanco y en concreto del británico, así como para iniciar un encendido debate sobre el racismo, Bosambo debería de ser un título muy a tener en cuenta ya que observar como ochenta años después aún late esa propaganda colonial ayuda a ver las cosas de otra manera.

En la película el imponente rey Bosambo hace todo lo posible para gobernar con cabeza un pueblo que se disgrega en diferentes y hostiles tribus a lo largo de un río. Cree que con la ayuda británica podrá forjar una nación moderna para que los suyos dejen de estar anclados en otro mundo. Un mundo que nada puede hacer para conservar sus ancestrales esencias, y mucho menos si se enfrenta a las armas del hombre blanco.

No es un clásico del cine de aventuras pero sí un título insólito en aquellos años treinta donde la visión que se tenía de África en Europa y en los Estados Unidos de Norteamérica no iba más allá de Tarzán de los monos (S.W. Van Dyke, 1932).

Saludos, África, desde este lado del ordenador.

Musicales chiflados y muy golfos

Martes, Junio 17th, 2014

UNA INTRODUCCIÓN (IN)NECESARIA

La anunciada visita a Tenerife de Paul Williams, invitado por Fimucité 8, obliga a la redacción de este post de urgencia sobre musicales chiflados y muy golfos, preferiblemente los de ambiente fantástico. No obstante, hay que recordar, Williams es el compositor de El fantasma del paraíso, digna representante de este casi ya subgénero que cuenta, entre otros títulos, con piezas tan inclasificables como The Rocky Horror Picture Show y La pequeña tienda de los horrores, cintas festivas e irónicas que aún mantienen el tipo con garbo.

Es verdad que estos largometrajes coexisten con otros que se tomaron en serio y que terminan por aburrir al iniciado, como El fantasma de la ópera (Joel Schumacher, 2004); la comedia romántica Xanadú (Robert Greenwald, 1980) u otras que hizo clavar en la butaca a una generación de espectadores como El muro (Alan Parker, 1982). O de animación a las que falta ese punto delirante y canalla tan necesario para los hijos de la noche como Pesadilla antes de Navidad (Henry Selick, 1993) pero, qué le vamos a hacer, nadie es perfecto.

El objeto de este post es el de reseñar solo un puñado de películas que lograron hacerme feliz y disfrutar con un género, como es el musical, en sus versiones más extremas. No hay nada como ponerse a cantar. Cantar bajo la lluvia o bajo la ducha, pero cantar porque la música, dicen, amansa a la fiera que llevamos dentro.

Somos conscientes, como en ocasiones anteriores en las que nos hemos atrevido con este tipo de listas, que nos faltan más películas. Pero la prisa, que es mala consejera, nos obliga a saltar al ruedo con lo que tenemos, que es fruto más del recuerdo que de un estudio erudito sobre el bendito mestizaje que en ocasiones el cine realizado con lo chiflado y golfo.

Nos permitimos algunas licencias, pero todo sea por un cine festivo y de agradecidos excesos en unos tiempos en los que estamos condenados a pan y agua.

LAS PELÍCULAS

LOS 5.000 DEDOS DEL DOCTOR T. (Roy Rowland, 1953).- Ya nos hemos ocupados en este mismo su blog de esta película, un musical aparentemente infantil en el que se puede rastrear inquietantes mensajes tras sus delirantes imágenes. La historieta va de las pesadillas que provoca en un niño las lecciones de piano que le imparte su ambiguo y estirado profesor, y de cómo las reproduce en un sueño salpicado de canciones que son interpretadas en escenarios fascinantes por extravagantes.

DAME UN POCO DE AMOOOOR…! (José María Forqué, 1968).- España no iba a ser menos y, si nos fijamos por el orden cronológico, incluso se anticipó a los títulos de cine musical chiflado y golfo que anotamos a continuación. Y eso reconociendo que su contenido festivo estuvo férreamente vigilado por instancias superiores. Con todo, y muy lejana en mi memoria, recuerdo esta película como un monumento a la excentricidad al servicio de una de las bandas de pop celtibéricas más potentes de la época, Los Bravos. Aún admitiendo que Forqué no fue Richard Lester, aquí y ahora, entre nosotros, qué más da.

MÁS ALLÁ DEL VALLE DE LAS MUÑECAS (Russ Meyer, 1970).- A Russ Meyer lo machacaron con toda clase de calificativos. Algunos de ellos fueron los de cineasta misógino y pornógrafo descerebrado. Y si bien sí que tiene algo de ello, sería injusto que desvalorizara un trabajo que no quiso otra cosa que exaltar a la vida. Las mujeres de Meyer son fuertes y sí,  están también muy bien armadas. De todas formas, somos conscientes que lo citamos en esta lista de musicales chiflados y golfos cogido por los pelos, pero baste recordar que el trío protagonista es un grupo de rock que en su camino hacia la fama se mete en una aventura de sexo y muerte.

EL FANTASMA DEL PARAÍSO (Brian de Palma, 1974).- A mi me parece un clásico del cine chiflado y golfo y, probablemente, la película más divertida de ese director que luego se nos puso tan serio como es Brian de Palma. Para un grupo de aficionados más cercanos al friquismo que a otra cosa, es la madre de todas las cintas locas que vinieron después aunque casi nadie repara en que se trata de una atractiva puesta al día de El fantasma de la ópera y de una socarrona y feroz crítica a la industria de la música. ¡Cuidado con el malvado Swan! Y atención  a las letras facilonas y pegadizas que compone Paul Williams, ese tipo que parece que, efectivamente, hizo un pacto con el mismísimo Satanás.

THE ROCKY HORROR PICTURE SHOW (Jim Sharman, 1975).- Para muchos aficionados al musical chiflado y golfo no es una, sino la película de culto. Y razones no le faltan ya que, a al parecer, su proyección suponía toda una fiesta para los espectadores norteamericanos, gente que no conoce que es eso de hacer el ridículo. Sexo sin barreras ni prejuicios, drogas y rock and roll forman los tres lados de un triángulo equilátero que aún resiste la prueba del tiempo por su canto a la golfería y al loquerío. A ello le debe bastante su maestro de ceremonias, Tim Curry. ¡Viva el desquiciado doctor Frank-N-Furter!

LA PEQUEÑA TIENDA DE LOS HORRORES (Frank Oz, 1986).- Si hay un musical de los ochenta es, a nuestro juicio, esta atrevida adaptación de una película de terror de Roger Corman de los años 50 y en la que una planta carnívora aficionada a la carne humana le da por cantar a ritmo de rock and roll. Geniales como siempre el hoy olvidado Rick Moranis y Steve Martin, quien interpreta a un dentista que suele aparecerse en algunas de mis peores pesadillas. Dirige Franz Oz –curtido en Calle Sésamo y a las órdenes de Jim Henson– en la que es, sentenciamos, la mejor película que firmó a lo largo de su todavía irregular carrera.

Saludos, y hay más, seguro que hay más, desde este lado del ordenador.

Río sin retorno brilla como un dólar

Viernes, Junio 13th, 2014

Nadie habla demasiado de Río sin retorno cuando a mi me parece una de las mejores películas protagonizadas por Marilyn Monroe y Robert Mitchum. Tras las cámaras se escondía el genio prusiano de Otto Preminger, uno de esos cineastas de los que casi nadie, ya ven, habla hoy demasiado…

Río sin retorno es una de las primeras películas que encendieron mi hoy devaluado entusiasmo por el cine. Y tras volverla a ver no-sé-cuántas-veces, me sorprenda gratamente que aún continúe encendiendo mi devaluado entusiasmo por el cine.

Un cine hoy perdido, acotado al menos el que se estrena en las grandes pantallas de la provincia en la que hago que vivo. Falsa imitación de una vida que solo películas como Río sin retorno pulveriza porque hace sentir que soy capaz de enamorarme de cualquiera, aunque se trate de la cantante de un salón del salvaje oeste o de un recio granjero con hijo mientras navegan por las turbulentas aguas de un río que algún cretino entenderá como metáfora perfecta de la vida porque puso equivocada atención cuando le enseñaron poesía…

Veo una vez más Río sin retorno, que celebra este año su sesenta aniversario igual de viva que la primera vez, aunque lamento la calidad del color y el sonido de la cinta, dañado por la mordedura del tiempo. No obstante, doy gracias a los dioses por volver a descubrir un filme que ya forma parte de la filmoteca particular que he ido configurando a lo largo de mi existencia. Que es la existencia que se desliza por ese río sin retorno.

Tarareo de vez en cuando el One Silver Dollar que de mano en mano va mientras contemplo uno de los western más involuntariamente western de la historia del cine no solo porque significó la única película del género que dirigió Preminger e interpretó Monroe, sino porque su historia esta armada con una sencillez que desarma y transpira aún un contenido sexual que emociona y, quiero creer, hizo cumplir en la ficción algunos de los sueños que su protagonista quiso ver hechos realidad a lo largo de su complicada vida.

Que comparta la historia con Robert Mitchum es otro añadido a la devoción que profeso por Río sin retorno. Y todo esto asumiendo que no fue un actor de variados registros, que se la sudaba el arte de la interpretación y todas esas milongas que se cuentan en torno a él, sino porque no podría haber sido otra la estrella masculina de un filme en el que lo que importa no es ya que sus protagonistas se salven sino en mostrar con crudeza cómo nace entre dos individuos radicalmente opuestos, diferentes, una semilla que llaman amor y la de una futura familia capaz de enfrentarse a toda clase de adversidades.

Vuelta a ver, y coincidiendo por esos caprichos de la naturaleza con su sesenta aniversario, Río sin retorno me parece emotivamente perfecta. Una joya pequeña que brilla entre otras joyas más grandes, con luz propia.

Con ella me encontré por primera vez con Marilyn Monroe y el flechazo provocó chispas en mi imaginario porque pertenezco a la legión de espectadores que se enamoraron platónicamente de una mujer que aún hace derretir hasta el más sólido de mis prejuicios.

Y toda esta relación con un niño al fondo, como lo fui yo cuando la descubrí en la pantalla de un televisor hace muchos años, y tiros, caballos, pieles rojas y una balsa que navega sin retorno por las caudalosas aguas de un río no porque sople el viento sino con el impulso de un sentimiento que, ya lo dice Marilyn Monroe en la película, tiene forma de dólar brillante.

Saludos, permanezcan en sintonía, desde este lado del ordenador.