Cárcel de tinieblas, una novela de Juan Manuel de Prada

Tras La ciudad de la luz y ahora con Cárcel de tinieblas el escritor Juan Manuel de Prada pone punto y final al díptico que lleva el nombre genérico de Mil ojos esconde la noche, casi dos mil páginas de una novela en la que recupera a Fernando Navales, personaje que apareció en Las máscaras del héroe y que regresa al universo literario ubicándolo ahora en el París ocupado por los nazis. El mismo escritor advierte en una nota final que podría volver a utilizar como protagonista a Navales en una tercera entrega donde lo situaría en plena Guerra Civil solo que de momento y por prudencia –“España sigue siendo –tal vez más que nunca– ese “trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín”– se queda como una propuesta a la espera también de la respuesta de lectores que haya podido generar estos Mil ojos esconde la noche, y que uno espera que sea satisfactoria aunque una novela tan generosa en páginas logre que haya momentos que, como lector, deseara tirarla al suelo como el presunto ladrillo que es, harto de que esta serie de relaciones que nos cuenta Navales no terminase nunca.

La novedad de esta segunda entrega, Cárcel de tinieblas, es que transcurre en dos años que fueron decisivos para la derrota de la Alemania nazi: 1943 y 1944, sentimiento de derrota que se va propagando como la peste entre el ejército alemán y también entre los corresponsales extranjeros de países amigos allí instalados. Al mismo tiempo, el autor aprovecha para desacralizar el espíritu que tanto el cine como la literatura dejó tiempo después de la II Guerra Mundial de la Resistencia, a la que Juan Manuel de Prada denomina El ejército de las sombras, y hace un retrato nada aleccionador, siempre visto a través de los ojos de Fernando Navales, falangista que lo mismo podía haber sido comisario comunista si los otros hubieran ganado la guerra.

La novela está narrada en primera persona y por el estilo, un estilo que a veces recuerda al de Francisco Umbral, se confiesa un resentido que intenta explicar su comportamiento a través de la lectura del Tiberio de Gregorio Marañón, médico e historiador, exiliado en Francia mientras espera que el gobierno franquista perdone que se mantuviera leal a la II República durante la Guerra Civil.

Como en la primera parte del díptico, en esta segunda aparecen también personas que existieron en la realidad, entre otros el pintor tinerfeño Óscar Domínguez, sobre quien no carga tanto las tintas como sí hizo en La ciudad sin luz, aunque continúa insistiendo en ofrecer un retrato ridículo del personaje. Se trata, advierte Juan Manuel de Prada, de lo que piensa su protagonista, por eso explica antes de comenzar el novelón: “Esto es una obra de ficción: incluso los personajes históricos que aparecen en ella están tratados de forma ficticia”.

En cuanto a Óscar, dice Navales: “Se había detenido, en concreto, ante uno de los lienzos presentados por el canario Óscar Domínguez, el más imponente por su tamaño (y también por magnitud de su desvarío), titulado Máquina de coser electroxual, que representaba –con una estética daliniana un tanto pastichera– una fantasmagoría del deseo en clave sádica y misógina”, pero no hace más sangre porque el pintor termina por desaparecer de las páginas al estar éstas centradas en la relación de Fernando Navales con César González Ruano y otros compañeros que trabajaron como periodistas en ese París que, pese a la ocupación, no había perdido las ganas de vivir. Y por lo tanto, de colaborar con los alemanes.

Estar dentro de la cabeza de Navales permite al lector conocer las contradicciones que lo devoran por dentro, así que asistimos con la misma sorpresa que el protagonista, a su conversión en una buena persona. Que lo logre o no, les invitamos a que hagan el esfuerzo de leer las más de 800 páginas de esta segunda parte ya que pese a su extenuante número de páginas, si se supera las crisis por dejarla de lado, termina por despertar el interés. Más si se conoce la época en la que se cuenta la historia, y cómo funcionaba ese París en el que ondeaba la bandera de la cruz gamada.

No deja de todas maneras demasiado bien José Manuel de Prada a través de Navales a los artistas en general. A Picasso lo conoce como el pintamonas y a nuestro Óscar como un tipo que pasaba por ahí y con indudable talento para falsificar el estilo de otros pintores. Ofrece además un retrato de época muy convincente. Lo que refleja a través de encuentro con escritores franceses de derechas como Brasillach y Pierre Drieu de la Rochelle; republicanos españoles que se esconden en la ciudad sin luz como Victoria Kent, o tan bellas e inspiradoras como la actriz María Casarse.

No hay, por otro lado, una trama a la que seguir sino tramas que se resuelven en varios de los capítulos y en los que se describe como telón de fondo el proceso de conversión del protagonista. Un personaje al que le debe de haber cogido el gusto el escritor porque lo redime en el epílogo con el que se cierra el libro. Epílogo, por otra parte, innecesario porque solo añade lo que sucederá con Navales y quienes lo acompañan en esa nueva aventura existencial.

Al margen, uno sospecha que estas dos novelas –como ya pasó con Las máscaras del héroe– tendrán interés para quien conozca ese periodo y casi todos, si no todos, de los personajes reales que en ella intervienen. No veo que despierte mucho entusiasmo entre los que desconozcan que fue todo aquello.

Por otra parte, resulta sospechoso que el escritor se deje seducir antes por el estilo de lo que cuenta que por lo que cuenta en sí, aunque la novela es tan rica verbalmente que la prosa de Juan Manuel de Prada invita a que se siga leyendo solo que cuando desaparece ese efecto, las ganas que le atrapan a uno sean las de tirar el libro y dedicarse a otra cosa.

Saludos, con resuello, desde este lado del ordenador

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