Dos canarios, en el punto de mira de César González-Ruano
César González-Ruano (Madrid, 1903 – 1965) es una especie de rara avis en la España que le tocó vivir. Más escritor que periodista, periodista de columna, columnista, publicó en vida un libro de memorias un tanto desmemoriadas en el que ofrece retratos interesantes de personas a las que conoció y, otros, de personajes a las que dice que conoció.
En conjunto, estas supuestas memorias ofrecen un variado repertorio de protagonistas masculinos y femeninos con los que el escritor cocina un caldo a fuego lento que condimenta con observaciones afiladas e irónicas. Casi como si su pluma fuera el filo de una navaja.
En Mi medio siglo se confiesa a medias (Editorial Noguer, 1951) pone el ojo, entre otros personajes, en dos canarios ilustres. Uno escritor y el otro artista. Los dos vivieron fuera, uno en Madrid y el otro en París.
Los canarios que observa César González-Ruano son Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843-Madrid, 4 de enero de 1920) y Óscar Domínguez (San Cristóbal de La Laguna, 3 de enero de 1906 – París, 31 de diciembre de 1957).
A Benito Pérez Galdós ya lo había retratado el escritor y columnista en Siluetas de escritores contemporáneos. Del autor de Miau, escribe González-Ruano: “Galdós, con todos sus enormes valores que nadie le discute, debió de ser hombre poco escrupuloso con la sinceridad ni en la vida ni en la obra. Esto yo creo que con una mágica intuición lo notábamos los jóvenes. Don Pío Baroja –por cuya casa recientemente he ido con frecuencia– me contó hace poco (en 1950, desde luego) que él había comprobado que en varios pueblos que don Benito describe profusamente en sus Episodios, no había estado nunca. Pasando de una cosa a otra, con ese pintorequismo cazurro y estupendo que tiene la conversación de Baroja, me dijo después:
- Mire usted, Galdós tenía cosas de esas que no están bien… porque hablar con pelos y señales de un pueblo sin haber ido, pues no parece a mí que está bien, y lo de aquella muchacha de Santander, vamos, eso ni medio bien.
- ¿Qué es lo de la muchacha de Santander, don Pío?
- Pues que anduvo así como en amores con una señorita, y fue luego y la dejó plantada. La muchacha me enseñó a mí varias cartas de Galdós, y el muy tuno la decía cosas que ¡ya, ya! … Y luego va y la deja plantada. Eso no está bien… A Galdós no le interesaba más que Madrid”.
El resto del texto que dedica a Pérez Galdós continúa su labor desmitificadora pese a reconocer los “enormes valores” que reúne la obra el escritor canario. No obstante, finaliza su perfil narrando una anécdota que, supuestamente, le transmitió el también escritor y periodista Eugenio Montes, quien le cuenta, otra vez supuestamente, que “recién llegado a Madrid y teniendo muchos deseos de conocer a Galdós, iba un día con un amigo por la calle del Prado hacia el Ateneo, cuando le vieron venir muy despacio hacia ellos. Decidió Eugenio acercarse, y ya tenía en la mano en el sombrero y estaba a tres metros de él cuando salió de un portal una mujer de pueblo, guapa y castiza, que se puso en jarras delante de Galdós y dijo a gritos:
- ¡Ahí va la gloria nacional! ¡Menudo tío charrán es ese! ¡Me c… yo en la gloria nacional!”
El otro canario que conoció César González-Ruano fue Óscar Domínguez, con quien mantuvo una relación que parece de película y que alimenta el mito de golfos que tuvieron tanto el escritor madrileño como el artista canario en vida y después de muertos.
Tres años más viejo que el pintor, sí que pertenecían al mismo mundo.
En cuanto al artista escribe: “Domínguez, el canario, se encuentra a la misma latitud del surrealismo que del cubismo, lo cual, realmente, es peligroso, pero posible. En las telas de Domínguez hay dibujo y buen dibujo, y problema, pero le falta el color. Pinta con colores muertos. ¡Dios mío, el español más vital de París!”
De la mano del pintor, González-Ruano conoce a algunos surrealistas como Salvador Dalí y Paul Eluard y describe como tipo humano a Domínguez como “impresionante: enorme, con una cara que tiene el doble de proporciones que cualquier otra cara, gesticulante, agotados de alcoholes y de mujeres, incansable y sólo por tradición canaria, un poquito aplatanado, de forma y acento”.
Escribe con cariño distante su relación con el artista y cuenta alguna que otra anécdota más. En este aspecto, narra una muy divertida y jugosa con un coronel alemán en el París ocupado por los nazis que hacen de sus apreciaciones –probablemente más pegada a la ficción que a la realidad– un retrato humorístico pero nunca caricaturesco de Óscar Domínguez. Con Galdós es otra historia. En definitiva, dos perfiles de un escritor que tuvo algo de diletante pero que fue también un trabajador de la prosa, un contador de su tiempo.
Saludos, la vida es ansí, desde este lado del ordenador