Érase una vez… el amor (a veces)
Todo es aparente en A veces el amor, un nuevo largometraje del realizador José Víctor Fuentes, conocido, sobre todo, por ser el director del Festivalito de La Palma. Se escribe “aparente” porque la “aparente” sinceridad de su nueva película esconde, mejor camufla en su fondo una extrema complejidad que va más allá de la polémica, de provocar la mirada del espectador.
A veces el amor sigue en el tiempo a una pareja de enamorados y la llegada de un tercer miembro a esa unidad hecha de dos personas: un hijo. Este nuevo personaje invoca cierta inestabilidad en la relación hombre y mujer que hasta ese momento se ha reproducido en pantalla aunque al final se impone la sensatez por lo que la unidad se transforma ahora en cosa de tres.
La historia está contada por el mismo director del largometraje y sospecho que tanto su pareja como su hijo en pantalla deben de ser su pareja y su hijo en la vida real. Este elemento de realidad, que tritura cualquier asomo de ficción, planea a lo largo de todo el largo, largo, largometraje. Lo que genera reacciones encontradas en el espectador. Por un lado porque perturba que todo, todo lo que se muestra a cámara es “verdad”, lo que hace pensar qué diablos estoy viendo ¿una película “familiar” en la que sus protagonistas muestran su felicidad e infelicidad?. Por otro, que el relato se cuente a través de materiales, muchos de ellos caseros, lo que convierte el visionado de una película en la que a veces asoma el amor en un trabajo dificultoso, que se adentra pero también expulsa el normal seguimiento del filme.
Con un metraje medido, que recortara su duración, este documento de no ficción aunque contenga elementos de ficción en su sentido más estricto, hubiera resultado otra cosa.
Da la sensación, incómoda por otra parte, de cierta ausencia de pudor (morbo mezclado con preocupante curiosidad) al observar una película que muestra a la familia del cineasta y al propio cineasta en situaciones cotidianas. Es decir, tal como son o tal y como deberían ser ante la mirada primero asombrada y más tarde aturdida del espectador. Un espectador que con esta película se sentirá azorado al sentirse un voyeur que se asoma a la vida de los otros.
Pero es aquí, en estos materiales caseros, donde radica la grandeza de un documental que se limita a contar las aventuras del día a día de esta familia que, con un metraje más limitado, hubiera redondeado el efecto que pretende. Un trabajo que por su duración termina por replegar a sus cuarteles de invierno al espectador más entusiasta.
Con todo, esta experiencia fílmica, recupera picos de interés a medida que avanza (el nacimiento y crecimiento del hijo) ya que son tan emocionales que transmiten por sí solo ternura ante lo que desfila en pantalla.
No obstante y al margen de su entusiasmo por provocar al espectador, A veces el amor se deja ver como un documento más que fílmico, antropológico. Su mirada en este sentido es muy limpia pero al no contar más historias que el día a día de la de la pareja y su retoño, sobre todo en la segunda mitad, el filme solo retrata la vida en común de dos (ahora tres) personas que se quieren. Que se quieren pero que también se distancian. De ahí, se entiende, el título de este documento a lo cinema verité al que le falta mayor testarudez por convertir en cine lo que muestra y revela.
La duración de la película es de 80 minutos y se cuenta desde la perspectiva del protagonista, el mismo José Víctor Fuentes, un cineasta acostumbrado a desdoblarse no sé si en otras identidades pero sí al menos bajo otros nombres. Asegura el mismo Fuentes que esta película fue concebida como un diario fílmico en el que intentó resumir la crisis de los 40. Para ello se despojó de vestimentas y a pecho decidió desnudar “emocionalmente” a su familia ante la cámara. Se trata pues de una “aparente” confesión donde las emociones más que lo racional gana la partida.
El juego, que no es nuevo, a priori resultaba atractivo aunque se limita a retratar los distintos estados que sufre como “cuarentón” sin tener muy claro la evolución que esperaba mostrar en la pantalla. ¿Aparentemente?, parece que la película no tiene guión, que todo cuanto vemos es producto de lo que la pareja ha ido grabando de sus distintas e improvisadas estampas familiares a lo largo de los años.
Me atrae, sin embargo, la sensación de que el material audiovisual que se visualiza es espontáneo. Que todo es fruto de la improvisación aunque las escenas que crecen son aquellas en las que se nota cierto trabajo antes de ser rodadas.
No creo que nadie le reste valor a este largometraje que sirve de testimonio de una experiencia tan vital como es la de vivir en pareja y el nacimiento del primer hijo pero le falta algo tan importante como es vocación de entretenimiento, de contar algo sin necesidad de vagar por escenarios tan variopintos como los que muestra esta película.
Se reconoce la vocación de riesgo del largometraje y resulta en un primer momento muy atractiva la mirada que como observador tiene el cineasta de sí mismo. O de ese desdoblamiento que da de sí mismo en pantalla pero el producto se agota a medida que avanza en su intento por mostrar la vida cotidiana de una familia que ama el cine.
Saludos, érase una vez…, desde este lado del ordenador