La galería de los antepasados, una novela de Andrea Cabrera Kñallinsky

La galería de los antepasados (Machado libros, 2023), de la escritora Andrea Cabrera Kñallinsky fue uno de los libros más interesantes, por originales, que se publicaron el año pasado así que espero que su recorrido por librerías haya tenido la respuesta que se merece porque esta obra además de contener literatura recupera algo de ese realismo mágicos que transformó el mundo de las letras, al menos las escritas en español, solo que con claves canarias porque Canarias, aunque no aparezca y si aparece es solo de refilón, es como territorio uno de los grandes protagonistas de una novela que destila sentimiento. Se nota además la influencia bien digerida de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, que es un título que planea inevitablemente por la cabeza mientras se lee esta novela en la que se cuenta no una sino muchas historias.

Para adentrarse en este universo es necesario, antes que nada, que se dejen los prejuicios que tuvieran como lectores fuera para dejarse mecer por las aparentemente tranquilas aguas de un relato que tiene también algo de western por fronterizo.

El escenario, un pueblo, Santona, rodeado de plataneras y una casa decorada con unos fascinantes azulejos que tienen la capacidad de mantener presentes a los antepasados fallecidos de la familia protagonista, lo que permite a la autora mezclar planos narrativos en una obra coral en la que las mujeres son las grandes protagonistas. También las grandes sacrificadas de un libro en el que pasa de todo, y en el que se nos cuenta la vida de una unidad familiar perdida en cualquier zona rural de las islas, islas que pueden ser cualquiera del archipiélago canario.

Estructurada en tres grandes capítulos que son tres novelitas por sí mismas (La primera casa del pueblo, Los viajes y Paso del testigo) en La galería de los antepasados acontece un poco de todo.

Hay juego de naipes (nada más comenzar el relato se nos cuenta cómo el patriarca de la familia se hace con una ladera aparentemente baldía tras apostar su flota de camiones a una única carta contra un contrincante caprichoso como lo será su hijo) y continúa con la construcción de la casona en ese terreno y las relaciones que los protagonistas, ellas en especial, mantienen con los antepasados que se encuentran en esos hermosos azulejos que dan color a la casa pero también a ese ejército de protagonistas femeninas que saben unirse ante la adversidad así como protegerse unas y otras a medida que pasa el tiempo demoledor.

Hay crímenes, se pierden cosechas devoradas por la langosta, se hacen amistades y hay romances y se anidan enemistades que tarde o temprano pasarán factura. También hay secretos que se transmiten generación a generación e hijos que nacen condenados aunque la familia los arrope con la intención de apartarlos del mundo que existe alrededor de la finca inclinada en un paisaje donde si hay verde es el que salpican las plataneras con el fruto sin madurar y alguna palmera.

Escrita con un lenguaje sencillo y al que trufa con algunas palabras que proceden del español que se habla en Canarias, la novela consigue que me interese por sus protagonistas y que vea épica en el enorme esfuerzo que hacen todas ellas para mantener unida a una familia que como todas las familias tienen sus días felices pero también amargos. Estos elementos me hacen confiar que asistimos al nacimiento de una narrativa canaria que mira a Hispanoamérica sin el quiero y no puedo que marcó la trayectoria de la generación del 70. Su vocación, además, es universal para llegar a toda clase de lectores con independencia del lugar en el que nació. Y se hace fuerte. Tan fuerte, que en el caso de Andrea Cabrera Kñallinsky me transmite cierta nostalgia por unas islas que no creo que ya existan debido al hambre feroz por el territorio que caracteriza a la industria turística.

Santona, el territorio mítico que ha creado la escritora, lo entiendo así como una visión lejana de un archipiélago que existió pero que ya no es. Una tierra en la que podían producirse los milagros porque no había perdido su magia.

Y magia hay muchas en este libro que sabe conmover y que atrapa el corazón y lo eleva. Siento, a veces, que algunos de los miembros de esa familia me pertenecen porque me recuerdan a mis propios antepasados. Los que tuve el honor de conocer como los que formaron parte de la memoria de mis padres.

Toca el ánimo La galería de los antepasados, quizá porque reparte justicia y todo, como antaño pasaba en estas islas abandonadas de la mano de los dioses, queda celosamente guardado en casa. En la novela, una casona que se alza sobre una ladera. Alrededor, plataneras y un olor, que no dice pero que cuando leo el libro aprecio, a campo. A una tierra, Canarias, en la que apenas quedan espacios como esa Santona en la que discurren de la mano pasado y presente. Presente y pasado. La vida.

Saludos, gratamente sorprendido, desde este lado del ordenador

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