Robert Towne, el último clásico

GITTES (Jack Nicholson): ¿Quién es? Y no me digas esa tontería de que es tu hermana porque tú no tienes hermanas.
EVELYN (Faye Dunaway): Te lo diré… Te diré la verdad.
GITTES: Bien. ¿Cómo se llama?
EVELYN: …Katherine.
GITTES: Katherine, ¿qué?
EVELYN: Es mi hija.
GITTES: He dicho que quiero la verdad.
EVELYN: Es mi hermana… Es mi hija… Mi hermana… Mi hija…
GITTES: Repito que quiero saber la verdad.
EVELYN: Es mi hermana y es mi hija… Khan, por favor, vuelve arriba. Por el amor de Dios, que ella se quede en su habitación… Mi padre y yo… ¿Comprendes? ¿O es demasiado fuerte para ti?

Fragmento de diálogo de Chinatown (Roman Polanski, 1974), una película escrita por Robert Towne

Me cuenta un empresario de cine en las islas lo mal que está el sector y le pregunto si eso se debe a las plataformas pero para mi sorpresa niega con la cabeza y responde que no, que el culpable de esta agonía lenta pero segura de lo que una vez se llamó séptimo arte se debe a la huelga que los guionistas emprendieron en Hollywood hace unos años, lo que paralizó los rodajes y los estrenos.

No sé si tiene la razón pero el caso es que estamos asistiendo a un largo extertor de un arte que apenas supera los cien años aunque se celebren tantos festivales y haya pasado la moda de las series, que también notaron el zarpazo cuando los guionistas se pusieron en huelga.

Entre los guionista que sonaban entre los aficionados (pocos es verdad, y demasiado pocos los que suenan en estos aciagos tiempos) estaba Robert Towne, que comenzó a trabajar en la industria con Roger Corman, uno de los mayores tahúres de la ciudad del cine, y un productor y cineasta que hace apenas unas semanas nos dijo también adiós para desgarro de quienes lo conocieron no personalmente sino a través de su trabajo, que incluye entre otras película una serie dedicada a adaptaciones más bien libres de cuentos de Edgar Allan Poe y en las que, salvo La tumba de Ligeia, no intervino Towne pero sí Richard Mathenson que es uno de los más grandes escritores de literatura fantástica que han dado los Estados Unidos, y mira que han dado grandes narradores que se especializaron en el género de, más que dar sustos, inquietar al lector. Que pase lo que se dice miedo de verdad.

Robert Towne fue guionista de, entre otras películas, de El PadrinoFrancis Ford Coppola llegó a decir que escribió una de las mejores escenas que luego reprodujo en la película–; El último deber y Chinatown, que fue su pasaporte al estrellato o al menos que su nombre comenzara a ser recordado entre los mandamases de la industria y algún despistado cinéfilo en la que sigue siendo, a mi juicio, el mejor guión de su carrera.

Cuenta también con colaboraciones en las historias que dieron origen a otras tantas películas que traen buenos recuerdos a los que la vieron cuando aún eran jóvenes y se creían felices y que son obras maestras como Yakuza. Dirigió cuatro largometrajes, entre los que destacan la adaptación al cine de la novela de John Fante Pregúntale al polvo, lástima que la versión cinematográfica careciera de la suciedad del libro. De la capacidad de narrar el dolor que significa el empeño siempre frustrado de su protagonistas de ser escritor.

Robert Towne da el paso al más allá unos días después de que nos dijera adiós Donald Suherland, dos caballeros que estaban hasta el día de ayer entre nosotros y que nacieron con un año de diferencia y que representan el final de una manera de hacer y entender el cine. De hecho, y como arte, me parece que el cine en vez de evolucionar ha ido hacia atrás pero esto está escrito por un espectador demasiado acostumbrado a lo que se hacía antes y no tanto a lo que se hace ahora que le suena la mayor parte de las veces a marciano y en otras a pretencioso. Cine que se viste de cierta trascendencia pero que no cubre la desnudez de su sin sentido.

Veo varias fotografías de Towne y me asombra su parecido, ya en la ancianidad, con Suherland, pero debe ser cosa de mi inaguantable manía de comparar lo que no se puede comparar, mi deseo de encontrar semejanzas en lo diferente…

El caso es que con la desaparición de Robert Towne algo se muere en el alma del cine norteamericano. Y eso que se muere es madurez, una mirada adulta al pasado y al presente a través de las historias que salían de su cabeza. Con él desaparece una manera de hacer las cosas que, visto lo visto, no ha cosechado demasiados seguidores entre el nuevo ejército de guionistas que puebla la Meca del Cine y en donde la mayoría carece de su talento y sobre todo experiencia de vida para volcar en sus historias. Y no es que el cine actual se haya vuelto adolescente (eso pasó en los años 80) ni demasiado infantil… el problema del cine estadounidense es que se ha vuelto imbécil, y esto sucede porque quienes lo escriben son unos idiotas y sus destinatarios, los espectadores, una manada de tontos. Así que sí, con la muerte de Robert Towne se nos va una forma de escribir y de hacer películas.

Saludos, hasta la próxima, desde este lado del ordenador

Escribe una respuesta