Sueños para unos, pesadillas para otros…

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En los territorios de la fantasía heroica, término que alguno acuñó para aglutinar toda esa serie de novelas y cuentos que transcurren en un mundo legendario poblado por bárbaros al estilo de Conan, el cimerio, o Kull, rey de Atlantis, también están los que optan por las épicas con aroma medieval que nacen, fundamentalmente, del círculo artúrico. Tema, por cierto, que ha dado origen a numerosas adaptaciones cinematográficas entre las que se encuentra la que considero, personalemente, la mejor o al menos una de las mejores, Excalibur (EEUU, Gran Bretaña, 1981) del casi siempre interesante John Boorman.

El filme, en una ambiciosa e inteligente labor de condensación,  ofrece un excelente resumen del mito artúrico, narrando el origen de la leyenda, su lucha por conquistar un reino y, finalmente, la busca del Grial, a través de la espada del rey, Excalibur, una metáfora hábilmente empleada por Boorman para reflejar la idea de orden y casi de nación primigenia que, según su visión, tiene del rey Arturo.

La leyenda está narrada (sueños para unos, pesadillas para otros, como exclama Merlín) en clave de realismo si me permiten mágico, mostrando con toda su crudeza las batallas y combates de la época en que se desarrolla la acción, aunque también dando espacio a la magia y a una escenografía de pop tardío que confiere a su todo fílmico un añadido estético que me sigue sorprendiendo.

En contra del salvajismo que representa Conan, el cimerio, cuyos excelentes relatos escritos por Robert E. Howard fueron también inteligentemente llevados a la pantalla grande por mi admirado John Milius, el mundo de espada y brujería de Excalibur se caracteriza por su amor galante, su en ocasiones insultante código entre caballeros de plateada armadura y la lealtad al rey (que significa la patria, la unidad) como meta en la vida de su pueblo. Perceval representa en este sentido el ideal no sé si de la película pero sí al menos de ese mundo también ideal que significa Camelot, una ciudad que resplandece en el bosque.

Excalibur obtuvo en su momento un relativo éxito de público, claro que su estreno coincidió en su momento (la pude ver, recuerdo todavía, en los inolvidables Multicines Oscar de la capital tinerfeña) con Blade Runner y en plena efervescencia de continuaicones de La Guerra de las Galaxias y de las correrías arqueológicas de Indiana Jones. Recuerdo todavía que casi me daba vergüenza reconocer entre amigos y enemigos que la cinta de Boorman me gustaba más que la película de Ridley Scott, un cineasta cuyo esteticismo postmoderno casi siempre me ha sacado de las casillas, salvo, quizá, en la postmoderna y delirante Hannibal.

Excalibur, cuyos ecos al Lancelot du Lac  (Robert Bresson) me temo que son solamente estéticos, probablemente no sea cine de barrio por su inquietante mensaje, subrayados musicalmente por compositores como Richard Wagner, Carl Orff, pero si dota largometraje de una extraña y misteriosa fuerza que no deja aún de fascinarme, lo que transforma en mi imaginario cinéfilo a esta película en uno de esos títulos que de tanto en tanto reviso para (mi sorpresa) descubrir nuevas cosas nuevas.
    

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