Deberíamos de decirlo: Feliz Día del Libro

El comentario de una lectora (nunca mejor dicho porque firma así) ha dado origen a la siguiente reflexión a las puertas del Día del Libro. Un Día para mí señalado porque tuve la suerte de nacer en una familia donde los libros eran lo mismo que los cacharros de la cocina. Es decir, objetos utilísimos y por lo tanto nada temibles. Creo, en este sentido, que ponerte a leer y no tener la sensación de que pierdes el tiempo sino que lo ganas es porque has nacido en un entorno donde estos objetos son objetos. Y en mi caso concreto, objetos que me salvan de los malos rollos que habitualmente salpican nuestra existencia.

Confieso que cuando estoy deprimido y sin rumbo, al borde de ese abismo cuyo fondo refleja al monstruo que tenemos dentro, tengo la costumbre cuando la cartera me lo permite, de refugiarme en las librerías y comprar de manera algo compulsiva libros que después voy dejando encima de la mesa de noche mientras esperan con la paciencia de un buen amigo a que me acuerde de ellos y me encierre en su universo. Cuando compro compulsivamente acierto a veces, aunque la mayor parte de las veces me equivoco.

Ya conté en otro post que hay libros que me llaman cuando paseo por la librería. Parecen que me gritan en silencio que me dé cuenta que están ahí, esperando a que los leas. Para unos puede ser instinto, pero cuando un libro me llama desde la estantería no suelen defraudarme. Yo les cuento a quien quiere oírme que son como esas personas que quieren hacerce amigas nuestras y no saben cómo decirlo hasta que se hartan y te cogen por el cogote para convertirse con el paso del tiempo en lo que efectivamente son ahora: mis mejores amigos.

Lectora me pregunta si no he tenido en ocasiones ese mismo impulso pero con un libro que deseas regalar a alguien especial. Y la verdad es que sí, aunque la mayor parte de las veces (siempre regalo libros, soy así de previsible) se tratan de obras que me han gustado a mí y que pienso que le gustarán a la otra persona. No sé si suelo fallar aunque es probable que yerre la mayor parte de las veces porque cuando me los tropiezo en la calle y les pregunto ¿qué te pareció la novela que te regalé? me contestan más o menos lo mismo: “aún no he tenido tiempo de leerla” o “en este momento no me apatece meterme con tal o cual autor”. A mí me pasa lo mismo. Regalar un libro que es algo muy bello también es algo muy difícil. Y es difícil porque un libro es algo íntimo, una manera curiosa de desnudar nuestro espíritu a los demás. No pasa lo mismo con un disco, un tebeo o una película. Y no pasa lo mismo porque leer significa leer. Y leer se lee a solas. Estés o no estés acompañado. Ese es uno de sus mayores encantos, que te permite construir tu propia película en la cabeza, con su banda sonora. Por eso no soy muy partidario de las adaptaciones literarias al cine salvo si son de novelas que no he leído ni creo que vaya a leer. El ejemplo más reciente fue El niño con el pijama de rayas o El código Da Vinci, que son de esas historias que leen hasta los que no han leído un libro en su vida.

Llamadlo prejuicio. Es lo más probable.

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Lo importante es que se acerca el Día del Libro, que debe ser una fiesta con mayúsculas y no los carnavales ni las de mayo. Una fiesta que además de su feria y el ligero descuento en el precio de estos para mí cada días más preciadísimos objetos, debería de celebrarse por todo lo alto. Una feria en toda regla, donde se vendieran libros al lado de churros y calamares fritos. Que la gente se diera cuenta que estas cosita con páginas es tan necesaria como un cacharro de cocina, ya lo escribí antes.

La Semana Negra de Gijón, dedicada casi exclusivamente a la novela policiaca de verdad, hace esto. Entre las casetas donde se vende a Raymond Chandler a precio de risa hay un puesto de comidas. Ojeas el libro y te entran ganas de comer, vaya. Y si tienes dinero pues comes. En Asturia procede regarlo todo con buena sidra. No sale tan caro. 

En fin, que viene el Día del Libro y a mí se me ocurre recomendarles (por si lo encuentran) una de esas novelas raras que me dejaron mellado cuando la leí siendo todavía un adolescente. Se llama El Gólem y la escribió un escritor austríaco al que no conocen en su propio país, Gustav Meyrinck (de veras, estando en Viena pregunté por si sabían donde estaba la casa donde había vivido y nadie me supo responder. También pregunté por Joseph Roth y lo mismo. Me salí de las casillas cuando amablemente y en mi inglés de garrafón les pedí que por lo menos me dieran las señas de la que fue vivienda de Stefan Zweig.  Y nada de nada. Solté un taco en español y me di cuenta que esos tres escritores eran judíos. No quiero decir otra cosa, pero cuanto menos es sospechoso ¿verdad) y trata del famoso mito hebreo de crear un hombre artificial que en la obra a la que hago referencia es un doble. Inquietante de verdad. Otro yo pululando por la misma ciudad, llevando tu misma vida sin ser tú. Ignoro si se ha reeditado, pero si la encuentran, cómprenla o se la piden al amigo que la tiene en casa. Transcurre en una de las ciudades más hermosas del planeta: Praga.

Bueno, no hay nada más que decir, sólo desearles a todos y a todas (y en especial a lectora por sugerirme estas líneas) Feliz Día del Libro.

Saludos litearios y bibliófilos a este lado del ordenador. 

2 Responses to “Deberíamos de decirlo: Feliz Día del Libro”

  1. Eve Harrington Says:

    ¡Muy Feliz Día del Libro! Yo tampoco soy partidaria de las adaptaciones literarias al cine, excepto cuando no me interesan los textos en absoluto. Aunque, a veces, ocurren milagros como ‘Los Puentes de Madison’: una película única y un libro del montón. Ah!! y totalmente de acuerdo con tu descripción de Praga. Por cierto… ¿habrá Feria del Libro en la capital ‘currtural’ de Canarias? No quiero ni pensar que nos quedemos con las ganas…

  2. editorescobillon Says:

    Todo apunta a que habrá feria del libro en Santa Cruz de Tenerife (lo capto por lo de capital “curtural”) pese a la crisis Crucemos, no obstante, los dedos.

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