Alimentando el potaje que tengo en la cabeza

Libros que he leído últimamente: Grandes miradas, La hora azul, El susurro de la mujer ballena, El vuelo de la ceniza y Deseo de noche, del escritor peruano Alonso Cueto. La estupenda (aunque densa) trilogía Fe, Esperanza y Caridad de Len Deighton, que encontré en el Rastro en muy buen estado, y que recomiendo a todos esos lectores que les vaya la novela de espías existencial. Ya lo he dicho otras veces, Deighton no es John le Carré pero sí un maestro de la novela en la que nadie es lo que parece. Un escritor, además, que generalmente ha sido bastante bien traducido en España. Lo detectas en algunas de sus mejores obras, como las que forman parte de esta trilogía donde aparentemente no pasa nada: los espías son funcionarios acomodados, con sus odios y pasiones dentro y fuera de la oficina. El bloque comunista es un enemigo moribundo y tocado de muerte… Una bomba retardada, insisto, para todos aquellos lectores que busquen algo más en una novela de este género que algunos consideran de caza menor. Allá ellos.

Leo también el interesante (más bien por delirante) ensayo Lo seco y lo húmedo que firma Jonathan Littell, el autor de la irregular Las benévolas por mucho que intenten convencerme de lo contrario.

El libro, muy caro, se lee rápido porque apenas llega a las 150 páginas, y pretende ofrecer un retrato del líder extremista belga León Degrelle. La conclusión de la obra, amena y diferente por comparar esta pulsión enfermiza con sexo y muerte, pero sobre todo individualidad, es que Degrelle fue un rematado embustero. Lo que probablemente sea cierto. En la otra balanza de los nazis que hicieron leyenda en torno a su vida coloco a Otto Skorzeny, un SS que tras monopolizar el éxito de la ¿liberación? de Mussolini, intentó crear unidades de comandos en el ejército alemán. No prosperó su idea. Skorzeny, como Degrelle, se refugiaron en España al acabar la II Guerra Mundial. Siempre fue un nazi. Siempre fueron nazis. O lo que es lo mismo, malas gentes. 

Me entretiene y me hace reír la autobiografía de Errol Flynn, libro carísimo que leí hace apenas un mes y que estoy ahora releyendo. Me encanta Flynn, me encantan sus películas y me encanta su forma de ver y entender el mundo. Un vividor con todas sus letras. Un calavera.

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Aprovecho para repescar algunas de sus mejores películas. Así que veo otra vez Murieron con las botas puestas, Objetivo Birmania y Gentleman Jim, todas dirigidas por ese gran cineasta que fue Raoul Walsh. Joder, pienso, aquello sí que era cine. Los héroes tenían dobleces, las abnegadas esposas o amantes tenían dobleces y las historias tenían dobleces.

Cine inteligente para todos los públicos. Cine que se vendía como espectáculo: vibrante, repleto de acción, con diálogos que desarman y de los que hacen pensar…

Compro con el corazón a punto de salírseme en el pecho Quiero la cabeza de Alfredo García, para mi la mejor película de su extravagante director: Sam Peckinpah. La he visto ochocientas veces, la verdad, pero no me canso de ver esta extraña road movie, esta dramática epifanía de su protagonista, encarnado por un gigantesco Warren Oates, uno de esos actores que tengo en mi altar. Justo al lado de Flynn, John Wayne, Richard Widmark, Robet Mitchum y tantos otros… Algunos me dirán que casi todo el trabajo de Oates en el cine fue el de secundario. Pero qué secundario… ya que pertenece a la estirpe de los Ernest Borgnine, James Coburn, Lee Marvin o el Charles Bronson de primera hora. Tipos duros, pero también épicos perdedores. Y esos que reconocías incluso antes que de los principales, los sufridos protagonistas. Cuando los veías aparecer en pantalla exclamabas: “es de Lee Marvin”, “es de Bronson”. 

Hablando de Bronson, me hago también a precio razonable con la estupenda El luchador, el primer largometraje de Walter Hill. Una película menor de los 70, que es algo así como decir una obra maestra en 2009. Como últimamente me ha dado por ver cine ambientado en los años de la Depresión, mis ojos se vuelven a rendir ante El emperador del norte, de Robert Aldrich, con Borgnine y Marvin dándose palos en los trenes que atravesaban la superficie empobrecida de los Estados Unidos de los años 30. Y Con destino a la gloria, con el gran David Carradine metiéndose en la piel del cantante country comunista Woody Guthrie (en su guitarra llevaba escrita la leyenda: “esta máquina mata fascistas).

También cae la estupenda La evasión, de Jacques Becker, una película adelantada a su tiempo. Cine carcelario y de evasión en estado puro. Y Rififí, de Jules Dassin. Su director, norteamericano, tuvo que exiliarse a Francia al ser acusado de rojo por otro gran cineasta norteamericano, Edward Dmytryk. Dassin lo reduerda en los extras del dvd. Lo mejor es que lo hace sin rencor aunque sí con un punto de tristeza que aplasta. No por el calvario que tuvo que pasar tras la delación, sino por su ex amigo delator.

Años más tarde, el mismo director rodaría una deliciosa parodia de Rififí con Topkapi, basada en un libro del maestro de la novela de suspenso Eric Ambler.

Para no perder el acento europeo reveo una vez más Los inútiles, del gran Federico Fellini, y Rufufú, de Mario Monicelli, que quizá sea uno de los más grandes cineastas italianos de toooodos los tiempos. Con ambas suelto carcajadas. Carcajadas amargas, que son las que importan.

Cuidado. Que me da la nota frívola, y veo esas deliciosas naderías ¿Qué tal, Pussycats? o  la caótica Casino Royale.

Y como refugio, en mi videoteca siempre me queda la épica y acartonada El Álamo, esa obra maestra imperfecta dirigida y protagonizada por John Wayne.

En fin, que ya ven, alimentando ese delicioso, burbujeante y humeante potaje intelectual que tengo en la cabeza.

Saludos todavía hambrientos desde este lado del ordenador.

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