Con nombre y apellido: William Landay

Alguien se queja de la avalancha de títulos escritos por presentadores de televisión. También del éxito de público que obtienen con sus novelas. Un éxito de público que obedece más al respaldo mediático que al tirón de sus libros claro que, objetivamente, juegan con ventaja con respecto a los escritores que sí son, o al menos aspiran a ser, profesionales.

¿Intrusismo?

La verdad es que un debate que no me interesa porque todavía somos libres de escoger lo que leemos por mucho que nos afecte y aplaste la presión mediática.

Son días en que otras preocupaciones, el paro, la crisis, la corrupción, se impone sobre otras realidades digamos que menos dolorosas.

La misma persona que lamenta el fenómeno presentador/escritor discursea también sobre lo que él llama buena y mala literatura.

Como pasa siempre, ubica en el cajón de sastre de la mala literatura no solo a los libros que son flor de un día –ya saben, todos esos que durante unos meses ocupan los primeros puestos en la lista de los más vendidos, que no leídos, para caer a continuación en el olvido cuando dejan de estar de moda– sino también de las novelas que además de venderse, se leen.

Por lo tanto, esa voz se equivoca al generalizar que todo súper ventas se caracteriza por raquitismo intelectual y pobreza literaria ya que de tanto en tanto puedes tropezarte con obras ambiciosas que a mi me conmueven e incluso suscitan preguntas.

Y cuando un libro me suscita preguntas y conmueve se convierte en un objeto que atrapo y hago mío porque no puedo dejar de leerlo.

Viene todo esto a cuento para reflexionar en torno a la todavía escasa producción literaria de un escritor norteamericano, William Landay, que con solo tres novelas se ha convertido en uno de esos narradores a los que sigo con mucha atención.

Su literatura respira algo de esos telefilmes que emite la televisión los fines de semana por la tarde, pero también una peculiar galería de personajes y una obsesiva tendencia a demostrar que la normalidad solo depende de un hilo que a mí, por norma general, me produce una profunda desazón.

Partiendo de la base, sin embargo, que ninguna de las tres novelas de Landay es un círculo perfecto, y que a las tres les sobran un buen puñado de páginas, sí es de justicia destacar a un escritor que seduce y captura el interés del lector.

El señor Landay escribe además muy bien. Y el señor Landay en ocasiones escribe sobre cosas por las que serías capaz de sufrir. Así que subráyenlo con rotulador rojo en su cuaderno gris: el señor Landay es un gran escritor. Aunque sea un escritor de género y sus libros éxitos de ventas.

Puesta así las cosas, ¿es necesario escribir que Landay cuenta historias para un público que solo busca evadirse de la realidad a través de un libro como de ese otro público que solo busca emocionarse y conmoverse con un libro?

Porque Landay lo hace. Y lo hace formidablemente bien.

William Landay ha escrito hasta la fecha tres novelas, las tres publicadas en España y las tres ambientadas en la ciudad de Boston y en sus alrededores.

Debutó con La puerta roja (Mission Flats, El Andén, 2004, traducción de Araceli Arola Pascual), un thriller que se desarrolla junto a un plácido lago al oeste de Maine, a las afueras de una ciudad dormitorio llamada Versailles, donde aparece el cuerpo de un hombre en una cabaña abandonada. El cadáver es el de un ilustre fiscal del distrito de Boston, quien encontró su final en el barrio más duro de la ciudad: Mission Flats. Para el jefe de policía de la localidad, Ben Truman, investigar este asesinato le obliga a  abandonar su provinciano hogar y trasladarse a un mundo extraño y tremendamente  hostil como es el que se vive en Boston, ciudad donde junto a su policía emprende la caza contra el principal sospechoso del crimen hasta que Truman descubre, mientras arma las pruebas, que es inocente y que nada es lo que parece en comunidades pequeñas y cerradas como en la que vive. O como en la que vivo.

La segunda novela de Landay, El estrangulador (The Strangler, El Andén, 2007, traducción: Ramón Sala Gili) está notablemente influenciada por el estilo telegráfico que caracteriza la última producción literaria de James Ellroy.

El estrangulador, de hecho, puede recordar en varias ocasiones a Ellroy, aunque Landay es un experto en cuanto a matizar la crudeza porque le preocupa más la construcción de personajes, su psicología y no, como pasa con Ellroy, que los hechos definan a sus protagonistas.

La novela se ambienta a principio de los años setenta en Boston, ciudad donde actúa un asesino serial, El estrangulador de Boston. Protagonizada por tres hermanos –Joe, un policía corrupto y aficionado al juego; Michael, un hombre honrado que trabaja en la oficina del fiscal del distrito y Ricky, de oficio ladrón–  la historia se ramifica en numerosas pequeñas historias que confluyen con mano maestra al final del libro, poblado de secundarios que habitan una ciudad en permanente estado de sospecha.

La última novela de William Landay es Defender a Jacob (Defending Jacob, La esfera de los libros, 2012, traducción: Montse Roca), título que al parecer lo ha consagrado como escritor de ventas en su país y razón que explica su rápida publicación en España donde, lamentablemente, no ha transcendido con la fuerza que se merece.

Las mismas constantes que se dan cita en sus dos títulos anteriores se encuentran en Defender a Jacob: el brutal asesinato de un adolescente rompe la calma de una pequeña comunidad próxima a Boston y esa muerte violenta salpica la estabilidad de una familia hasta ese momento aparentemente normal. Con estos elementos, el escritor dota de sustancia a sus protagonistas en una novela que, en esta ocasión, está narrada en primera persona: la del ambiguo ayudante del fiscal, Andy Barber, un hombre con muchas capas, tantas como la que tiene una cebolla, y que va laminando Landay con la precisión de un cocinero a medida que avanza la historia.

Tras su lectura, solo puedo garantizarles que con estas tres novelas se me ha revelado  un escritor con mucho oficio, capaz de hacer legible lo que en otras manos resultaría de una complejidad extrema.

Esta capacidad es de hecho lo más destacable de un narrador que si bien entra en esa lista de éxito de ventas de la que reniegan muchos lectores y escritores, hay un autor que escribe buena literatura porque, reitero, conmueve y emociona.

Y conmover y emocionar es lo que últimamente exijo a una novela.

Landay es algo así como una vacuna.

No sé si cura, pero al menos alivia la fiebre que debilita estos tiempos.

Sus libros funcionan así a modo de bálsamos.

Y te hace ver la realidad que te rodea con otros ojos.

Otros ojos no sé si más feroces, pero sí más inquietantes.

Saludos, apunten el nombre, desde este lado del ordenador.

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