El desorden de un día

El cuaderno de tapas amarillas lo encuentro en la trasera de la Plaza de Toros, delante de la puerta donde antes se encontraba un pub que se llamaba Arena, lugar de reunión hace años de noctámbulos extremos.

Si me inclino para recogerlo en porque no tengo nada mejor que hacer en una mañana en la que espero una llamada que no se producirá cuando termine el día.

Mientras cruzo la calle para sentarme en uno de los bancos de la plaza de la Iglesia, un coche a toda pastilla casi me atropella en el paso de peatones. Una señora mayor que pasea al perro le grita ¡malcriado! al conductor del automóvil que desaparece como una centella rumbo a Salamanca.

Con el corazón galopando, llego a la plaza y a la sombra de las ramas de un árbol frondoso abro el cuaderno y leo, en una letra pequeña, apretada y casi infantil, lo siguiente:

“En la barra de un bar alguien le cuenta que Francisco Pimentel le mostró a sus compañeros de Fetasa el argumento de su primera y única novela en varias hojas de papel que todos elogiaron pero pasado un mes, o dos, o quizá tres de aquella lectura y cuando alguien le preguntó si la había finalizado, Pimentel respondió afirmativamente con un “Ya está escrita… en mi cabeza.”

Sin embargo, esa novela que tuvo en la cabeza el autor de los artículos de Santa Cruz, la nuit nunca se publicó, cuenta un tipo de la barra que pide otro vaso de ron.

Por el contrario, prosigue, Eliseo Izquierdo narra en su Periodistas canarios, siglos XVIII-XX que Pimentel sí que llegó a escribirla aunque arrojó el original al cubo de la basura donde sus páginas terminaron mezcladas –no lo dice Izquierdo sino yo, subraya el hombre que bebe ron– entre latas vacías de sardinas, cáscaras de papas y piel de plátanos.

Mientras observa al hombre que pide otro vaso de ron, la anécdota que acaba de contarle no deja de resultarle agria y también divertida.

Por un lado, lamenta que no pueda jamás leer esa novela que supuestamente tuvo en la cabeza o que supuestamente tiró al cubo de la basura Pimentel.

Por otro, quiere entender que ese acto estuvo dictado por franca indiferencia ante lo que significa literatura o bien por respeto al trabajo que realizaban en aquel entonces los otros miembros de ese grupo literario que ‘al menos a este lado de las islas están más allá del bien y del mal’, concluye el tipo del ron, quien luego eructa y se alisa el pelo frente al espejo que está justo detrás de la barra del bar.”

Paso las hojas del cuaderno amarillo. La mayor parte está en blanco hasta que me tropiezo con el siguiente fragmento:

“Esto le hace pensar en otra novela que nunca leerá. El hombre del ron pronuncia un nombre: Antonio Bermejo, quien obtiene con la novela La lluvia no dice nada el premio Benito Pérez Armas aunque su original se perdió.

Desapareció no se sabe la razón.

Que el manuscrito forme parte de la leyenda le hace pensar en Malcolm Lowry. Lowry perdió también el original de Bajo el volcán, original que, cuenta la leyenda, reescribió gracias a una memoria en aquellos días demasiado empapada en alcohol.

Piensa que la vida de Antonio Bermejo supera a su propia leyenda como escritor.

Dicen de él que fue un excelente hombre de ciencias exactas pero que se decantó por la vida bohemia que es una ciencia inexacta.

Durante un tiempo vive en una de esas cuevas que salpican los barrancos que atraviesan la capital donde se encuentra. Y sabe, no sabe el porqué lo sabe, que Bermejo fallece un día de mayo de 1987.

Una extraña coincidencia, porque hoy es también un día de mayo, pero de 2013.”

¿Un día de mayo de 2013? pienso extrañado mientras aparto la mirada del cuaderno de tapas amarillas. Sacudo la cabeza y vuelvo a depositar la mirada en las páginas del cuaderno.

“La carcoma del perdedor le sube por la garganta cuando se detiene frente a la ruinosa fachada del antiguo templo masónico de la calle de San Lucas. 

Es un día extraño. Confuso, algo pedante también. Pero de una pedantería triste, como esas incómodas nubes oscuras que salpican el azul del cielo.

Camina por la ciudad esperando una llamada prometida que no suena y traga saliva. Y se le quitan las ganas de leer mientras se apoya en la barandilla de un puente y asoma la cabeza y se pregunta, tras barajar muchas ideas locas, si en algunas de esas cuevas que ve abajo residió alguna vez Bermejo.”

Levanto una vez más la mirada del cuaderno de tapas amarillas, más confuso si cabe de cuando la abrí. Un ligero escalofrío recorre mi espalda.

Primero esa fecha adelantada en el tiempo: un día de mayo de 2013. 

Luego que el autor de esas páginas espere una llamada como yo, que a estas horas de la mañana ya doy por perdida pese al anhelo que me devora por recibirla. 

Paso las páginas que restan, pero la mayoría están en blanco.

Las que no, muestran extraños símbolos que dan algo de viruje.

Será porque no los reconozco. 

Me levanto del asiento de piedra y atravieso las rambla con rumbo incierto.

Quiero pensar que como un barco a la deriva que se mezcla con otros barcos a la deriva que circulan en esta capital de provincias que se sume en su ya típìca, antipática, pegajosa soledad.

Miro el móvil y no registra la llamada que espero.

Miro entonces al cielo y tengo una revelación.

La lluvia nunca dice nada.

Dejo en una esquina, en la que rebosa la basura de las bocas abiertas de varios contenedores, el cuaderno de tapas amarillas. 

Saludos, el desorden de un día, desde este lado del ordenador.

2 Responses to “El desorden de un día”

  1. Javier Hernández Velázquez Says:

    La lluvia no dice nada, hay que ver a través de los ojos del puente el movimiento espejeante de las llamas que devora lo escrito…

  2. iván cabrera Says:

    O, como decía Borges, “la lluvia es una cosa que, sin duda, sucede en el pasado”. Bermejo y Pimentel, extraños, inquietantes, solitarios… El desorden de ese día quizá estaba previsto en el orden del día del que hablaba Ezequiel Pérez Plasencia. Saludos desde este lado.

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