La maleta y el obelisco, una novela de Andrés Servando Llopis

Pero él es un hombre honrado, buen padre para sus hijos y trabajador y honrado y respetado en el barrio y en todas partes. Pregunten por él en la plaza de Weyler, o en la Sociedad Colombófila de las palomas y verán como la gente lo quiere y lo aprecia por ser muy servicial y dedicado a ayudar en lo que haga falta.”. “¡Y a la masonería!”. “¿Masonería?, qué masonería ni nada. Él nunca se ha metido en política, es una persona de orden que cuida de sus hijos y de su familia y más nada”.

(La maleta y el obelisco, Andrés Servando López. Colección: Atlántica, La Página Ediciones, 2014)

Canarias cuenta con varias novelas en las que se reflejan con mejor o peor fortuna la Guerra Civil y la postguerra aunque todavía, pese a los títulos consultados, no se ha escrito una obra que muestre aquellos tristes y crudos días con la objetividad literaria que se merecen.

Ya dedicamos en cierta ocasión un post en el que se citaba algunas de las obras que se desarrollan en este período como El barranco, de Nivaria Tejera; La prisión de Fyffes, de José Antonio Rial; Luchar por algo digno (El barco borracho), de Pedro Víctor Debrigode; Sima Jinámar, de José Luis Morales; El fulgor del barranco, de Juan Ignacio Royo Iranzo y La lista, de Juan Bosco. A estos nombres y a estos títulos se suma ahora La maleta y el obelisco, de Andrés Servando Llopis, una novela que despierta sensaciones contradictorias.

Sensaciones contradictorias porque por un momento parece ser la novela sobre la Guerra Civil en Canarias que quería leer y, por otro, porque parece ser la novela sobre la Guerra Civil en Canarias que se resiste a serlo.

El relato está escrito a través de miradas que a veces terminan por confundirse. Suegro y su hijo político ven un partido de fútbol en la televisión. El suegro, antiguo Guardia Civil, recuerda su participación en el frente de Extremadura durante la Guerra Civil; el hijo político, tras recuperar una misteriosa maleta de su padre, reconstruye la represión del régimen impuesto en las islas por los militares en verano de 1936 y una de cuyas víctimas fue su progenitor, un hombre de orden castigado por sus ideas progresistas.

La maleta y el obelisco es una novela que se lee con facilidad pero que desconcierta porque pedía más de las doscientas páginas que tiene. En ella, el autor sabe reflejar la atmósfera de miedo y delación que se produjo aquellos años pese a que se escore del lado de quienes la perdieron. Se aprecia que su intención no era ésa sino la de mantener un equilibrio que se desmenuza a medida que conocemos cómo marcó a la familia del hijo, el proceso de humillación y rencor público que padecieron, involuntariamente, por su padre.

La descripción de aquellos días que hoy la memoria recrea en sepia de una ciudad provinciana viciada por el miedo y la estupidez es, a nuestro juicio, lo mejor de un título que pedía más ambición por su agradecida y consistente preparación histórica, lo que da credibilidad a los momentos que refleja el libro.

Pero a veces, y solo a veces, da la sensación que Servando Llopis tiembla y se pierde, y al perderse, que pierda momentáneamente la atención del lector. El relato de la familia exigía un mayor desarrollo, así como solidez algunos de los personajes que aparecen en la novela.

La maleta y el obelisco habla de la memoria y la búsqueda de una memoria, por mucho que encontrarla signifique para uno de los protagonistas darse de bruces con un pasado muy difícil de aceptar y perdonar.

Esta novela recrea una realidad que hoy ha terminado por convertirse en un capítulo más de la Historia. Una Historia de la que los ancianos, quienes la vivieron y padecieron, apenas quiere hablar pero de la que sí hablan, sin aceptar términos medios, sus hijos y los hijos de sus hijos, quienes no olvidan una guerra que han transformado en su imaginarioo en mito y fantasía.

La maleta y el obelisco resulta efectiva para plantear en el lector preguntas, y es probable que para los nacidos y residentes en las islas Canarias sirva para comprender lo que significó la  represión, una represión no solo física sino también moral y espiritual para los que la perdieron sin tener oportunidad de pegar un tiro.

Pero, a pesar de no haber tomado parte directa en la lucha sino de presenciarla como un espectador de primera fila, llegada la noche, me retorcía y vomitaba de miedo, tragaba terror, temía el futuro. Me sentía asqueado de mis compatriotas por habernos dejado arrastrar por aquella locura. Pero ante la impotencia para impedir tanta desgracia admitía la necesidad del horror como santo y definitivo remedio.”

Saludos, todo cambia para que no cambie nada, desde este lado del ordenador.

Escribe una respuesta