Más vale tarde que nunca

“Más vale tarde que nunca” me dijo un profesor de cuyo nombre no quiero acordarme hace ya unos años. Demasiados años aunque la sentencia, que pronunció con contundencia y una siniestra ironía, continúa ocupando su espacio en el disco duro de mi memoria como si no quisiera abandonarme, fijada como una garrapata en mis recuerdos a modo de una advertencia que, debo de admitir, cuando me la dijo sonó más a un usted está nominado que a otra cosa.

Me viene a la cabeza pues ese “más vale tarde que nunca” porque cierro este 2014 que entra en su recta final observando series que casi todo el mundo vindica y que yo, por h o por b, había evitado hasta encontrar un filón en el que poder explorarlas con entusiasmo infantil para sentir que entro en comunión con la opinión de otros que ya son mayoría.

A la espera de descubrir Breaking Bad y True Detective, que esperan pacientemente hasta la entrada del 2015, finalizo el año con empachos muy bien digeridos de Los Soprano, The WireBoardwalk Empire, la original, la británica House of Cards y ahora, igual de emocionado, con Mad Men.

La pregunta que me asalta es cuando yo mismo pregunto con cuál de ellas me quedo. Cuál considero la mejor para concluir que ninguna de ellas porque todas son especiales y diferentes, tremendamente conmovedoras por la complejidad con la que las han armado sus creadores y equipos de guionistas.

Me fascina, por un lado, los personajes femeninos de Los Soprano y Mad Men que, pienso, están muy por encima de sus compañeros masculinos pese a que todo el mundo destaque el –por otra parte excelente trabajo– de James Gandolfini y John Hamm.

Pero me violenta, decía, que apenas se comente que parte de su éxito se debe a las actrices que lo acompañan como Edie Falco, January Jones y Christina Hendricks, entre otras protagonistas que imprimen carácter a sus personajes y que consiguen que esté más atento a sus evoluciones en pantalla que a la de sus compañeros masculinos.

Estas series de televisión ocupan hoy una cima que parece imposible que supere el cine. Son las películas que quería ver. Son las películas, cada uno de los episodios que las estructuran, que deseaba encontrarme en este páramo repetitivo en el que ha terminado por convertirse el entretenimiento.

Vistas unas, tengo así la impresión de que conozco cómo se mueve el turbulento y oscuro universo de la mafia y el gangsterismo norteamericano de los años treinta; así como la alta política y el mundo de la publicidad en los sesenta.

Pero en todos estos períodos históricos en los que se desarrollan sus imbricadas tramas, son ellas, precisamente, los motores del cambio. Las que son capaces de generar transformaciones no ya dentro de la misma serie sino, entiendo, del mundo que las rodea y que me rodea.

Fatigado y fustigado por el cine norteamericano de nuestro tiempo, no resulta nada nuevo defender lo que esa industria ha logrado a través de las series sin renunciar a una tradición cinematográfica cuyos destellos aprecio en todas ellas. Cine negro, drama, apuntes de comedia negra… Los Estados Unidos de Norteamérica demuestran una vez más que es un territorio en el que no se ha apagado su talento gracias, precisamente, a las series y a ese invento prodigioso que es la televisión.

Y que gracias a la televisión y al paquete de series mencionadas con anterioridad, que termine el año con renovadas claves para enfrentarme a un futuro que ya es presente incierto.

Es decir, que recupero viendo estas series ese temblor que anima mi capacidad por la sorpresa y el asombro. Y que por eso agradezco con humildad un fenómeno que me hace ser consciente de que no me faltará agua en la que abreviar cuando intelectualmente me asalte el veneno del derrumbe.

Saludos, yo solo sé que no sé nada, desde este lado del ordenador.

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