‘El camino’, según Mel Gibson

Mel Gibson, he ahí al hombre, es un cineasta que al margen de su carrera como actor y director, levanta entre los aficionados pasiones y odios desatados. Ha logrado, y sin que nadie lo invitara, pertenecer a ese club tan exclusivo que solo admite a tipos y tipas extravagantes y como a Mel Gibson se le quiere o se le odia sin términos medios, que no deja indiferente a nadie, lo han ubicado en esa especie de purgatorio en la tierra donde quieren que pagues por los pecados de los demás hasta que suene la campana y te lleven los ángeles y demonios al otro barrio.

Mel Gibson encarna además al prototipo de americano que ha subido a lo más alto (el cielo que da la fama y el reconocimiento, por ejemplo) para descender a lo más bajo (el infierno del alcohol y la juerga diaria, por ejemplo) y volver a recuperarse aunque en su caso algunos no le perdonan ser quién es y que se mantenga fiel a quién es.

Como cineasta, Mel Gibson cuenta con una trayectoria de interesantes películas. Se puso delante y detrás de las cámaras en la intimista El hombre sin rostro y propuso una nueva versión de Espartaco pero en clave nacionalista en Braveheart.

Selló el pacto con su fe, la católica, en la sorprendente La pasión de Cristo y más tarde dio el do de pecho en la que, a nuestro juicio, es su mejor película hasta la fecha, Apocalypto, un sobresaliente filme de aventuras en la que se muestra el choque de civilizaciones.

Hasta el último  hombre es su nuevo trabajo cinematográfico y para alguien que debe de tener El camino, pero no el de Jack Kerouac sino el de José María Escrivá de Balaguer como libro de cabecera, la película es una fusión perfecta entre el cristianismo que respiraba La pasión de Cristo con el paganismo que rezumaba Apocalypto, señas que revelan la identidad que va tomando el cine de un director al que le gusta el exceso –y no se corta un pelo en colar mensajes de un radicalismo desarmante–  y que entiende que el mundo se divide entre buenos y malos. Su cine gira además en torno al significado de la palabra sacrificio y hasta dónde somos capaces de sacrificarnos por los demás. A darlo todo, no admite su creencia en términos medios, por los demás.

¿Cómo alcanzar esa perfección? Mel Gibson nos cuenta en Hasta el último hombres como en La pasión de Cristo y Braveheart y Apocalypto, que a su manera son también relatos sobre el sacrificio, que el único camino para llegar a esa perfección, a esa entrega de corazón, es a través del sufrimiento.

Basada en una historia real, y casi como si recogiera el testigo de aquellos relatos cristianos a lo Vidas ejemplares, el protagonista de la película, Desmond T. Doss, es un héroe atípico en las películas bélicas porque no toma colinas ni acaba con un batallón de enemigos.  No, él intenta salvar a sus camaradas heridos de una y otra trinchera del campo de batalla porque es un soldado, un soldado sanitario que se ha negado a llevar un arma.

Mel Gibson es un cineasta que siente una extraña adicción por mostrar la violencia en sus películas. Lo comprobamos en La pasión de Cristo, conta en la que visualiza con descarnado realismo el sufrimiento de Jesús a manos de los romanos y en Apocalypto el que padecieron las tribus indígenas que sucumbieron ante los mayas.

Ahora, en Hasta el último hombre, escenifica y con notable alto, por cierto, una guerra en la que el enemigo –los japoneses porque Desmond T. Doss fue destinado al frente del Pacífico– no tiene identidad salvo que es el enemigo. Un enemigo al que hay que exterminar porque, objetivamente, esa campaña fue una operación de limpieza isla por isla, territorio a territorio y en la que no hubo respeto al contrario, aunque Mel Gibson muestra en unos breves segundos la ceremonia de suicidio ritual de un oficial nipón cuando todo está perdido para su ejército.

Lo insólito en todo caso de un filme como Hasta el último hombre tras su estreno en España es el debate que ha suscitado entre los seguidores y detractores del cineasta y también actor.

Cada uno de esos comentarios, los que está a favor y en contra, coinciden en resaltar la recuperación de un hombre que aún arrastra su cruz, pero poco o nada de una película que tiene cierto sabor a clásico y un mensaje, al fin y al cabo, profundamente pacifista aunque no antibelicista y mucho menos antimilitarista. De hecho, el ejército se muestra como un complejo entramado de normas que ha sido diseñado para que los hombres aprendan a matar por su país. La clave del largomentraje es cómo resulve y muestra la integración de un objetor de conciencia en esa estructura tan rígida. Y como llega a ser un héroe en la batalla sin disparar un solo tiro.

De esta pasta se forjan los héroes de Mel Gibson. Y lo desconcertante es que se tratan de héroes reales, que son de carne y huesos. Hombres (atención al trabajo de Andrew Garfield) y mujeres (atención al trabajo de la actriz Teresa Palmer) capaz de darlo todo por los demás. Y dicho así, en estos tiempos que corren, es más que un mérito todo un milagro.

Saludos, cielo azul celeste, desde este lado del ordenador.

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