Tres cuentos sobre Santa Cruz de Tenerife

Ramón Ayerra (Segovia, 1 de enero de 1937 – Madrid, 1 de julio de 2010, aunque en la solapa del libro pone Berlín, 1937) fue un jurista, escritor y humorista que cuenta entre su producción literaria con un libro de relatos que bajo el titulo de Plaza Weyler (Huerga & Fierro, 1996) reúne tres cuentos que se desarrollan en la capital tinerfeña.

Que sepamos, no ha vuelto a reeditarse esta obra aunque pide a gritos su rescate porque se trata, probablemente, de uno de los mejores libros que hemos leído este año que se va, y feliz descubrimiento (se admite la más absoluta ignorancia sobre su existencia) sobre lo que se ha escrito y se escribirá sobre Santa Cruz de Tenerife, ciudad que asume el papel protagonista de estas divertidas historias que fueron escritas, se nota nada más leer el primero de los cuentos, precisamente el que da título al volumen, desde el cariño y el aprecio a un entorno urbano y a sus gentes.

Además de Plaza Weyler, el libro incluye también las narraciones El saludo al cañón y Una misión confidencial que se desarrollan como el primero en los años ochenta, lo que proporciona al lector un viaje a la ciudad en la que sus vecinos reconocerán su fisonomía y la visitarán de su mano quienes la desconocen.

Más que sátiras, se tratan de tres historias cómicas que transcurren en la plaza Weyler, el antiguo cuartel de Almeyda que funcionaba ya como museo militar y varias calles y plazas de la capital, escenario de disparatados relatos que logran despertar la sonrisas y a veces, incluso, la carcajada de quien los lee e interpreta.

Hay mucho amor por Santa Cruz de Tenerife en todas estas pequeñas historias y al mismo tiempo un repaso respetuoso pero no exento de humor a la vinculación que mantiene la ciudad con las fuerzas armadas, institución que no es fustigada ni tratada con acritud pero sí fina ironía.

En el primero de los cuentos, Plaza Weyler, se cuenta la historia de un valenciano que recala en la capital tinerfeña acompañado de una mujer que los abandona por otro hombre al día siguiente de alojarse en el Mención, y de cómo pasa los días sentados en el kiosco de la Weyler para contemplar como se arría la bandera mientras consume litros y litros de whisky.

Tras describir cómo se emociona el personaje con el solemne acto, añade “el corneta ataca el instrumento y unos sones la mar de tristes apenan el ambiente festivo de la plaza, con sus barrocos jardincillos de colorines, y ordenan para el jugueteo perpétuo que en la fuente de Canessa se traen los gordezuelos angelotes despelotados, los dragoncillos con pinta de besugo, revueltos entre agua y guirnaldas.

Conforme va llorando la corneta, los del balcón, con mimosa lentitud, arrían la bandera y la doblan bien doblada. Concluída la emocionada copla, los del balcón se meten con la patria plegada y la tropilla da la vuelta, contornea una farola, tira por donde ha venido y se cuela en los cuartos de guardia.

A seguir velando por la paz y el orden. En las islas. En la nación.”

En El saludo al cañón, probablemente la más divertida de las historias, cuenta cómo los artilleros de Almeyda se lo piensan dos veces antes de responder al saludo de los barcos que entran a puerto por un chino, dueño de un bar que se encuentra próximo a las instalaciones militares.

La peor pesadilla de una de los oficiales, Alcaide, es precisamente ese chino que lo amenaza desde abajo cuando el cañonazo le espanta a la clientela.

“¡Altillelos, cablones… podíais jugal a las canicas en vez de jodel negocio a gente honlada…!

A Alcaide le encocoraron los insultos del amarillo y le gritó.

¡Chino de mierda, vete a Pekín! – luego pasó a los argumentos científicos– ¡Primero fue el fortín, y tú te pusiste delante con ese asqueroso chiringo, y en sitio prohibido, que es zona militar, y de puerto… a cuántos habrás tenido que comprar para que te diesen bula…!

- ¡Pala colutpo tú. Alcaide blavucón!

- ¿A qué bajo y te breo?

- ¡Atlévete!

El tercero y último de los cuentos, Una misión confidencial, narra la extravagante historia de un agente de la Guardia Civil de nombre Benita que viene a la isla para desarticular un comando británico que quiere hacerle una trastada al cañón Tigre, el que supuestamente con su metralla cercenó el brazo del contralmirante Horacio Nelson cuando pretendió saquear la plaza aquellos días de julio de 1797.

En el relato, Ramón Ayerra pone en antecedentes al lector de lo que significó aquel hecho histórico para Santa Cruz, mientras el protagonista aprovecha para callejear por la ciudad mientras busca a ese grupo de agentes británicos por todos los bares que se encuentra, lo que terminará, claro está, con una melopea de las que hacen época mientras el Tigre descansa bajo el techo de Almeyda.

“Entra el coronel Benita en la sala y la guardia que custodia el cañón se cuadra.
¿Alguna novedad?

Ninguna, mi Coronel– el Teniente Oliveras despacha opinión–, si acaso… que los visitantes se extrañan de vernos aquí.
- Qué sabrán ellos. Y además, si molestan, se cortan las visitas y sanseacabó.
Huronea Benita alrededor del Tigre y encara de nuevo al Teniente Oliveras.
- ¿Y no vio a nadie, así como inglés, rubio o pelirrojo, corpulento, de aire achulado…?
- Pues la verdad, no… la mayoría son colegiales y ancianos.
- Ya– y zanja el asunto– bien, sigan atentos.
Luego, en la pérgola que da sobre los muelles, y con el mar allá, cambia impresiones con el Coronel Benjumea
.”

No han cambiado demasiado los escenarios que aparecen en estas historias cortas que protagonizan peninsulares que por una u otra razón recalan en la isla. La calle del Castillo, la Rambla de Pulido, la Rambla del general Franco (hoy de Santa Cruz), la avenida del General Mola (hoy de las islas Canarias) siguen siendo más o menos las mismas aunque en los ochenta no existiera el tranvía, pero sí muchas de las cafeterías que nombra y en los que se refugian sus protagonistas como la Weyler y El Atlántico.

Sí que ha cambiado, no obstante, el espíritu de una ciudad tan contradictoria como es Santa Cruz de Tenerife.

Ramón Ayerra, que fue finalista del premio Planeta con La tibia luz de la mañana (1979) y Los terroristas (1981), transmite ese asombro por una capital de provincias tan pegada a sus tradiciones con alborozada mirada etílica.

Entre otras reflexiones que anota, me quedo para finalizar con una de entre muchas cuando se pregunta cómo una plaza “tan coquetona” como la de Weyler, lleva ese nombre porque “no casa, no pega ni con cola. Pero ya se dice, así es la industria humana. En el fondo, quizá el permanente equilibrio conduzca a la locura, o al vacío.”

Saludos, la santa cruz, desde este lado del ordenador.

Escribe una respuesta