Ángel caído, de Miguel G. Morales

Apenas son unos siete u ocho minutos pero es tiempo suficiente para hurgar en la cabeza y obligar a reflexionar sobre el paisaje que le rodea. Este apasionante experimento cinematográfico se titula Ángel caído y lo dirige Miguel G. Morales.

La pieza propone un descarnado viaje a la historia reciente de la ciudad en la que nací y en la que vivo, Santa Cruz de Tenerife, y su estrecha vinculación con Francisco Franco. El mensaje se hace a lo largo del minutaje extensivo al resto de la isla, islas añadiría más bien, que vinculan a quien fue caudillo de aquella España convertida en cuartel con un archipiélago que hasta el día de ayer aún identificaba sus calles con los nombres del general que fue generalísimo y sus compañeros militares durante la Guerra Civil.

Resulta estremecedor cómo esas raíces continúan aún formando parte del espíritu de una capital de provincias donde Franco, ese hombre, inició su santa cruzada para acabar con la II República.

Imágenes de la época mezclada con documentos cinematográficos muestran como el lustre de aquel régimen sigue conservándose en muchos de los rincones de una ciudad que ha perdido memoria, que no quiere mirarse en el espejo de la Historia no vaya a ser que le recuerden los cadáveres que guarda en sus armarios, los muertos que el régimen silenció en el mar, simas y cunetas.

Todo ese ambiente unido al miedo, todavía impregna el corazón colectivo de una urbe que además de vivir a espaldas del océano, volvió a sus gentes temerosas ante un poder que parecía omnímodo y que justificaba su brutal represión bendecidos por una Iglesia, la católica, que todavía no ha sabido limpiar el pecado de amparar a los fuertes, a los que emplearon la violencia porque les acompañaba como razón de una fe equivocada.

Me estremece ver este experimento audiovisual porque me revuelve las tripas y me acuerdo de los míos, de ese abuelo preso entonces por masón y de ese tío abuelo anarquista al que junto a otros desaparecieron en el mar de Santa Cruz de Tenerife. En cómo en casa se hablaba en voz bajo de aquellos años que no viví pero que dejaron tanta huella en mi familia, rota, como la mayoría por culpa de la delación de un vecino que tuvo miedo. Ese miedo húmedo que no desaparece aunque las fuerzas vivas te digan que han hecho bien, que esa era su obligación de buen ciudadano.

El documento de Miguel G. Morales me hace despertar la memoria y se lo agradezco mientras veo las imágenes que utiliza para denunciar lo que es obvio, aunque muchos todavía lo nieguen, o no quieran saber, que es todavía mucho peor.

La demolición del monumento de Las Raíces, donde Franco y los suyos se sacaron la conocida instantánea antes de trasladarse a Las Palmas de Gran Canaria para que el avión Dragon Rapide lo transportara a África y de allí a la península herida y ya fragmentada; y el monumento a su excelencia el Jefe del Estado, o monumento a la Victoria o a Franco, en la versión popular, y que está instalado en la capital tinerfeña son elementos capitales en este cortometraje milimétricamente pensado, escenario del oprobio que el cineasta moldea hasta reducirlo a una dimensión simbólica que fusiona con las entrañas de una ciudad, Santa Cruz de Tenerife, que vive anclada en un pasado triste y temeroso.

Afortunadamente la pieza de Miguel G. Morales, que no pierde pizca de ironía, nos enseña un pasado que forma parte del paisaje y paisanaje de una capital de provincias que, como cantó aquel trovador de pelo rojo de cuyo nombre no puedo acordarme, hoy más que nunca muere en soledad.

Saludos, vimos, desde este lado del ordenador

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