Kirk Douglas, el hijo del trapero

El problema con Kirk Douglas es que todos pensábamos que era eterno. Que un golfo y mujeriego actor del Hollywood dorado, de cuando Hollywood aún era Hollywood, falleciera este miércoles a la edad de 103 años desconcierta a cualquiera. Y digo cualquiera porque Kirk llevó bien su edad pese a que en sus últimas apariciones públicas quedara muy poco del que conocimos y amamos en la gran pantalla.

Hijo de campesinos judíos, se llamaba Issur Danielovitch Demsky antes de que lo conociéramos como Kirk Douglas, si se molestan en leer su autobiografía El hijo del trapero, chispeante y divertida, llena de vitalidad y amor a su oficio, uno se hace una idea de cómo se las gastaba el caballero y aprende de paso cómo vencer los vicios con el temple de un Espartaco.

Pero no fue solo Espartaco el gran papel de su vida ya que a mi, personalmente, me va mucho más el Douglas que hacía de malo que de bueno en tantas y tantas películas aunque lo recuerdo especialmente en dos grandes trabajos de su, por otra parte, impresionante carrera: El último atardecer (Robert Aldrich, 1961) y Los vikingos (Richard Fleischer, 1958), dos películas bastante diferentes. La primera se trata de uno de los grandes y si quieren retorcidos western de la Historia del Cine y la segunda de una gran película de aventuras que deja en pañales a la serie Vikingos . Ambas, además de contar historias, tienen fondo y a un Douglas que se sale de la pantalla. Bronco y salvaje. Y no, no me olvido de su celosa y ambiciosa villanía en Retorno al pasado (Jack Tourneur, 1947) y El gran carnaval (Billy Wilder, 1951).

Si tuviera que escoger entre las que hizo de bueno me gusta en El trompetista (Michael Curtiz, 1950), donde es un bueno tan bueno que parece de cristal, y que es una formidable película ambientada en el mundo del jazz; Río de sangre (Howard Hawks, 1952), que es otro de los grandes western (o pre western que dicen unos por ahí) de la Historia del Cine aunque si hay una película donde Kirk Douglas me encandiló siendo un infante fue en 20.000 leguas de viajes submarino (Richard Fleischer, 1954) y en la que, por cierto, canta como canta en Río salvaje y El último atardecer, en esta última interpretando en español el Cucurrucú paloma. Y no estoy bromenado.

Kirk Douglas perteneció a esa estirpe de actores con hoyuelo en la barbilla. Otros con hoyuelo fueron Cary Grant y Robert Mitchum y alguno más que ahora no se me viene a la cabeza. Todos ellos encarnaron distintos tipos de masculinidad, apariencia fuerte con interior blando y salvo Grant, se consagraron interpretando papeles de perdedores y en el caso de Douglas también de libre y salvaje y a veces de hijo de puta. Pero un hijo de puta con fondo, de cabrón al que entiendes porque el personaje tuvo que haberlo pasado muy mal. Lo suficiente para odiarse así mismo y expresarlo jodiendo a los demás.

Íntimo de otro golfo de aquel Hollywood, Burt Lancaster, y padre de un hijo que le salió actor y tan golfo como él en su juventud, Michael, Kirk Douglas encarna lo bueno y lo malo de un cine que ya no se hace.

La influencia de Douglas –fue un actor respetado porque su presencia no era veneno para la taquilla– empujó la carrera de Stanley Kubrick tras rodar con él Senderos de gloria (1957) y proponerlo para que sustituyera a Anthony Mann en Espartaco (1960). Gracias a Espartaco y su empeño en que apareciera Dalton Trumbo como guionista en los créditos, comenzó a fragmentarse el acoso que el gobierno norteamericano aplicó a cineastas, actores y guionistas que pertenecían o habían pertenecido al Partido Comunista. Lo curioso del caso es que el filme adapta la novela del mismo título de Howard Fast, un significado escritor de izquierdas.

La carrera del actor está trufada de películas que marcaron mi vida como espectador cinematográfico y no es raro que vuelva verlas porque son simple y llanamente buenas. Hiciera de bueno o malo el actor.

Se retiró del cine a la edad de 89 años y a partir de entonces solo aparecía en los medios cuando cumplía años. En especial cuando celebró sus 95, 96, 97, 98, 99, ¡¡¡100!!!, 101, 102 y el pasado diciembre 103 años.

Solo queda como representante de ese Hollywood que fabricaba buenas películas, películas con finales amables y desagradables, Olivia de Havilland, a la que espero felicitar en julio, cuando festeje 104 años.

El caso es que con independencia de ser centenarios, Havilland y Douglas son mitos de un modo de hacer cine que ya no se hace pero con el que me siento más identificado que con el que se realiza y estrena en la actualidad. Debe ser que le tengo alergia a los héroes enmascarados. A mi me enseñaron a respetar a los que daban y dan la cara fueran buenos o malos.

Saludos, fundido a negro, desde este lado del ordenador

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