Espartaco es tan mono

En estos días de confinamiento y gestapo vecinal, rebusco en mi videoteca películas con las que devorar el tiempo. Y sí, soy de esos que no tiene Netflix, ni HBO ni la madre que los parió… Soy de los que por no tener, ni siquiera tiene antena para ver lo que ofrece la televisión de toda la vida, ahora imagino que sumergida en el caos del puto coronavirus.

Tengo una perra, una perra a la que amo con locura y que me mira con asombro porque no entiende nada de lo que está pasando, de porqué diablos se ha roto su rutina de todos los días, pero con todo, se adapta a las circunstancias mientras no me vea tirarme por la ventana.

Esto último es una broma… o no, vaya uno a saber.

Son tiempos extraños por mucho que uno se adapte a esta rareza. A no ver a casi nadie en la calle, a cruzar de acera si alguien viene en sentido contrario (¿podría alguien explicarme por qué son tan estrechas las aceras de la ciudad en la que nací y resido?), a acostumbrarme a coches de la policía y a que me paren y me pregunten que a dónde voy… Pues a mi casa, respondo, donde quiere usted que vaya, hombre de Dios…

A medida que pasan los días siento la tensión en el aire. A veces casi puedo cogerla entre las manos… En mis paseos con Kala, siento que la perra también lo siente porque no agita la cola como hace unas semanas… cuando todo parecía tranquilo.

Parece mentira con que facilidad se desmoronan las cosas. Cruzando la Rambla que antes se llamaba como un general de cuyo nombre no quiero acordarme, escucho a un tipo que pasea a su perro lamentarse de sus escasos ahorros y de que está a punto de no quedarle nada en la cuenta corriente del banco. El tipo no se lo dice a nadie en especial, va dando esos gritos mientras el perro tira de la correa porque quiere mear o cagar.

En una de las viviendas de mi calle alguien toca el violín. No demasiado bien pero siempre es agradable escuchar las notas de este instrumento. En el kiosco en el que voy a comprar el pan suena música soul y felicito al kiosquero por su gusto musical. Casi me dan ganas de hablar con él de todo eso pero detrás de mi hay otros clientes que esperan pacientemente, unos con máscaras y guantes en las manos, su turno.

Estaba ayer, decía, rebuscando en mi videoteca y encontré La rebelión de los simios la cuarta cinta de la serie simia y la primera película que vi de ese planeta al revés que es el nuestro en un cine. Me harté de verla entonces y por supuesto desde entonces estuve del lado de los simios.

Mientras seguía la historia me di cuenta que ahora, no sé cuántos años después, sigo estando con los simios. Y sigo estando porque esta película, que casi es una especie de El club de la lucha, es la historia de una rebelión de los desheredados de la tierra que son los monos en el filme y mucho me temo que en la vida real.

La película se sitúa cronológicamente en un futuro que ya fue, 1991 y en unos Estados Unidos de Norteamérica que ya son, nazis.

En la cinta vemos que se ha erigido en una pequeña plaza un monumento a perros y gastos que fueron exterminados por una especie de coronavirus que afectó solo a las mascotas, lo que llevó al hombre a domesticar como animales de compañía y de paso como esclavos a los simios. En el filme chimpancés y gorilas, los orangutanes no tienen el protagonismo intelectual que adquieren en las otras películas de la serie, sobre todo la primera, El planeta de los simios.

Veo el largometraje bastante tarde, otras obligaciones requieren el concurso de mis modestos esfuerzos, pero no despego la vista de la pantalla pese al sueño. La veo pues hasta que finaliza porque, pese a que me la sé de memoria, me resulta extraordinariamente actual en estos tiempos que corren y eso la hace grande, asombrosamente grande aunque note los fallos de guión y las costuras de su estética futurista pero esas taras son parte de su encanto y si me permiten de su glamour.

La película se toma en serio y la rebelión, el hasta la victoria siempre de los simios, resuena con altavoz y violenta contundencia.

Los únicos humanos decentes de este filme prosimio son el mentor de César o el Espartaco de los monos, un empresario de circo que se suicida antes de confesar donde se encuentra su pupilo mientras lo tortura la policía fascista; y la mano derecha del gobernador, que es de raza negra.

Hay, en este sentido, similitudes se dice en el documental que viene en los extras, involuntarias con los prejuicios racistas de la Norteamérica de aquellos años, los setenta que fue cuando se realizó y estrenó el filme y que coincidió con revueltas raciales en varias ciudades de ese país.

La cuestión es que, probablemente fruto de este confinamiento, la película adquiere otra dimensión y que la veo con otra mirada que no contradice a la de hace ya un puñado de décadas.

Si tienen la oportunidad les invito a que vean o revean según los casos este largometraje que no desmerece el conjunto de la saga simia. De hecho y puestos a comparar, soy de los que piensa que junto a la primera, la ya inmortal El planeta de los simios, es la mejor de las cinco que se realizaron.

Mientras escribo estas líneas confundo la realidad con la ficción cinematográfica cuando escucho un aviso de la policía nacional por altavoz que recomienda quedarse en casa. Kala se acurruca entre mis pies y me mira pidiéndome que salgamos y me da miedo, sí, miedo, que los vecinos que tengo enfrente me delaten a las autoridades porque saco a la perra a la calle y de paso aprovecho para comprar el pan nuestro de cada día. Ayer cuando la paseaba un vecino no me quitó el ojo desde el balcón y por unos momentos me sentí como el chimpancés César, con ganas de rebelión y pelea. De gritarle cuatro verdades a ese ciudadano que ha asumido la delación como un deber ciudadano.

En La rebelión de los simios, cuando todo el mundo de los humanos se va al carajo, César suelta un discurso probablemente muy poco inspirado pero que a mi, sensible que estoy en mi encierro voluntario, me pone la piel de gallina. César, entre las llamas y el griterío de los suyos proclama que ese y no otro es el verdadero amanecer de los simios…

Me quedé con ganas de soltárselo al vecino gestapo. Arriba, en el cielo, un helicóptero de la Policía Nacional me recordó que la lucha, de momento, no ha comenzado.

Pero es que, ay, Espartaco es tan mono.

Saludos, confinado, desde este lado del rodenador

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