Confesiones de una máscara

Si el otro día no me sorprendió demasiado ver una tanqueta patrullando por las ramblas, tampoco lo de hoy, dos o tres ambulancias con la sirena gritando su desgarro y una aparcada sobre la acera. Paseaba a la perra y miré a las ventanas, algunas con gente asomada. Un amigo me llamó desde su piso, el segundo o el tercero… ¿Cómo te va?, Bien, bien, restiendo… sigo caminando porque no es motivo para que estemos a gritos mientras la ciudad calla… quédate en casa.

Termino Memorias de un grifota, un libro que como llega se va… pero que me hizo reìr a ratos y recordar unos años donde todo, demonios, era distinto. O muy distinto. La gente iba a otro rollo y su manera de ser feliz era muy diferente a la de ahora. Claro que ahora lo de ser feliz suena a raro. Todo se ha vuelto raro con esta amenaza mundial. Toda la vida intuyéndola y cuándo llega te preguntas si no fuiste un adivino. O uno de tantos que profetizó el cambio porque no tenía nada mejor que hacer.

El protagonista Memorias de un grifota se hace legionario y es allí, siendo novio de la muerte, donde se hace grifiento. Antes y ahora fue un ladrón por cuestión de supervivencia y se dedica al trapicheo. Las memorias transcurren en África, Barcelona y Amsterdam y se leen de un tirón. Se traten o no de memorias auténticas, disfrutar de la aventuras y desventuras de este hombre con una asombrosa capacidad para la vida resulta cuando menos aleccionador. Más en estos tiempos enfermos. El grifota, grifota es uno que fuma haschís, costo, chocolate, kiffi, mandanga… y hierba o yerba, maría… nunca se desmorona porque la palabra fracaso no existe en su cabeza, esa es la idea general que recoge Oriol Romaní, que es quien supuestamente reproduce las palabras del grifota.

Encuentro en este libro momentos hilarantes, Las páginas parecen estar escritas bajo el efecto de la grifa y el vino. Con este personaje, cuya historia no llega a las 200 páginas, se podría hacer no una película sino una miniserie para tratar la cultura hippie barcelonesa de aquellos años y que Romaní estudió desde la perspectiva de los ochenta.

Mientras Kala hace sus necesidades y elimino el rastro con una bolsita que intento tirrar en una ciudad sin demasiadas papeleras, voy pensando en el libro y en el buen rato que me hizo pasar en estos tiempos extraños.

Me asomo desde el puente al barranco de Santos y me pregunto qué diablos pasaría si cualquiera de los que viven en las cuevas que hay ahí abajo se pone malo, malo de coronavirus. Las laderas del barranco de Santos están repletas de mierda, por otro lado, pero pese a este paisaje más parecido a un basurero que a otra cosa, algunos de los trogloditas que residen allá abajo han intentado adecentar su refugio. Gracias a este confinamiento me he dado cuenta de la grandeza que tiene este barranco que atraviesa la ciudad y que la parte en dos mitades. Me doy cuenta también con qué desprecio ha sido tratado por una capital de provincias que ni mira al mar ni así misma.

Regreso a casa y me lavo las manos con jabón tras quitarme la mascarilla y los guantes. Unos guantes de cocina no vayan ustedes a creer. Las dos prendas forman parte de mi vestuario estas últimas semanas pero no termino de acostumbrame a ellas. Hecho de menos a gente que ni se me pasaba por la cabeza y cada día cocino mejor, o me sabe mejor lo que cocino. Probablemente sea eso, digo soltando el huevo en una piscina de aceite que crepita en la sartén.

Los grupos de whatsap no paran. Unos lanzan bromas y otros consejos de cómo lavarse las manos. Por la ventana observo que hace buen día e incluso calor. Ese calor que predice un verano que, espero, llegue pronto aunque lo disfrute en este confinamiento rodeado de libros y películas. La noche de ayer, por ejemplo, volví a Ver Ambiciosa que es una deliciosa película sobre una mujer con la cabeza muy bien amueblada. La dirige Otto Preminger y la protagonista es Linda Darnell que a mi, personalmente, me parece una de las mujeres más atractivas de la Historia del Cine aunque se la considera una estrella menor en el universo de estrellas de Hollywood.

La perra se acurruca entre mis pies y me da algo de calor mientras las horas pasan y escribo estas líneas más que para que ustedes sepan que estoy vivo y que resisto, para no aburrirme. Dentro de un rato salgo a pasear a Kala y a comprar el pan. Luego regreso a casa y a que el día sea más o menos el mismo de ayer y mañana. Que pesados nos volvemos algunos.

Saludos, se ha dicho, desde este lado del ordenador

Escribe una respuesta