Ay, Santa Cruz

El espacio que ocupa TEA Tenerife Espacio de las Artes fue antes un terreno en el que se hacinaban viviendas fabricadas con chatarra y madera. No sé la cantidad de gente que podía vivir allí pero seguro que no eran ni cinco ni seis sino muchos más.

Es una pena que las historias que se fraguaron en ese entorno, historias que no tienen que ser siempre dramáticas, se hayan perdido para la historia de esta capital de provincias tan rara ella pero tan cargada de relatos generosos como infames. Como la calle de Miraflores, el espacio que ocupa TEA albergó entre otros a mujeres que se dedicaban al oficio más viejo del mundo en unas condiciones deplorables y que mucho me temo no han mejorado con el paso del tiempo para las señoras que hacen la calle en el sentido estricto de la palabra.

Estos pensamientos me asaltan siempre que paseo por las proximidades de TEA Tenerife Espacio de las Artes. El edificio permanece y forma parte del entorno urbano –junto a la fantástica por colonial fachada del mercado de Nuestra Señora de África– como una pieza más del agradable feísmo que caracteriza a la ciudad en la que vivo.

Y sí, sí que es una lástima que TEA no se haya convertido en lo que tenía que haberse convertido hace años. No arranca, mucha carrocería para tan poco Fittipaldi al volante.

Estos pensamientos también me asaltan cuando estoy por las proximidades de TEA, un lugar donde últimamente me encuentro con un conocido de toda la vida, es decir, un tipo que conoces de vista pero que por saber, no sabes ni su nombre. Ese mismo tipo, que ya debe de tener sus añitos, nos detuvo a Kala y a mi la semana pasada justo debajo del arco de entrada del Mercado de Nuestra Señora de África para pedirme tabaco.

- Lo siento, no fumo.

Se quedó trabado mientras me ofrecía la cajetilla.

- Pero no sabe las ganas que tengo de fumarme uno. Mejor guárdese la caja.

El tipo recuperó poco a poco el color y me señaló TEA Tenerife Espacio de las Artes.

- Todo eso era antes chabolas de putas.- me soltó con un graznido. Me molestó no lo del graznido sino lo de chabolas de putas.

- Y usted qué sabe si ahí vivían putas…

- Lo sé porque estuve ahí dentro una vez.

El tipo, que ya digo debe de tener unos setenta años y no lleva boina, aguanta bien la edad que tiene. Se mantiene como un roble o, mejor, como un drago que diríamos aquí no vayan a ahorcarme por pinínsular .Tiene, eso sí, las espaldas un poco cargadas.

- Escúcheme.- me dijo apartándose la mascarilla mientras pedía fuego y un cigarrillo a un paseante con pintas de estudiante– Esta ciudad entonces era otra cosa- esperé a que dijera cristiano pero no lo dijo- y era más pequeña y todo el mundo se conocía.

- Sí que es verdad.- le di la razón porque aún recuerdo aquellos días convenientemente idealizados en la memoria en donde creía que conocía a casi todo Santa Cruz y casi todo Santa Cruz creía que me conocía. Me llegó un poco del humo de su cigarrillo y los recuerdos que creía muertos de mi adicción al tabaco volvieron a reaparecer aunque todo aquel humo me supo a ceniza.

- Si yo le contara.- dije.

El tipo se agachó con el fin de acariciar a Kala pero no hubo manera con la perrita.

- Es que muy tímida.- dije con una sonrisita.

El tipo se puso en pie, lo que aproveché para alejarme un metro más.

- Hay que mantener las distancias.- dije con la misma sonrisita.- El coronavirus.

El tipo se puso a reír pero no sé yo si con sinceridad.

- Todo esto eran chabolas de putas.- insistió entre salivazos.- Y aquí eran más baratas que las de Miraflores, me dijo Toño, un amigo con el que terminé una noche de verano aquí mismo tras bebernos todo lo bebible en los bares del chicharro.

Como sospeché que la historia iba para largo y aprovechando un oportuno tirón de Kala para irnos, hice que consultaba la hora en el reloj.

- Se me está haciendo tarde y me esperan en casa.- comencé a decir cuando el tipo dio un grito.

-Relájese, tolete, relájese.

Y el tolete no tuvo más remedio que relejarse.

- El amigo y yo nos fuimos con una andaluza que hacía la calle en la avenida de José Antonio a una de las chabolas que llevaba una señora con dos caniches que no paraban de ladrar. Una, dijo la vieja señalando a los perritos, se llamaba Rocío y la otra La Jurado. Los caniches daban vueltas sin dejar de dar esos ladriditos antipáticos que parecen de bocina. La vieja, muy pintada, las cogió en peso y nos mostró la barriguita de los dos animales que continuaban dando ladridos.

- Mira qué tetazas tienen las dos.- exclamó orgullosa y tan entusiasmada como una madre que exhibe a sus hijos.- Son tan grandes como las de Rocío Jurado. Y sí que eran grandes.- dijo el tipo dando una calada larga al cigarrillo.

- Recuerdo que el aire estaba cargado –continuó con su relato mientras Kala no dejaba de dar tirones a la correa–, esa humedad y ese calor que a veces ahoga a Santa Cruz. Más, como aquel día, con la peste que venía de la refinería. Tú que eres vecino estás graduado y sabes a lo que me refiero: ese olorcillo a huevos podridos que envenena el aire y calienta el ánimo. Toño, mi amigo, me miró y lo vi blanco como la cera. La andaluza cruzó el cuartucho y apartó una cortina.

- ¿Quién es el primero?.- preguntó.

Crucé una mirada con Toño y Toño conmigo. Su jeta de blanco pasó al amarillo pero justo cuando le iba a preguntar qué le pasaba soltó la pota, arrojó la cena –que había sido en el Puntero, por cierto– mal digerida y enterita en uno de los caniches, no sé si en Rocío o en La Jurado, que más que ladrar lo que hacía era pasarse la lengua por la cara para devorar algún tropezón del cherne que habíamos cenado.

El tipo escupió una risotada y sacudió la cabeza.

- ¿Y que sucedió?.- pregunté.

- La vieja y la andaluza comenzaron a dar gritos mientras nos echaban a patadas. Nos llamaron de todo, y nada fino. Yo, en el estrecho callejón intenté poner orden pero la andaluza que se metió en la casa salió con un cuchillo de carnicero mientras Toño y yo pusimos pies en polvorosa.

El tipo tiró la colilla al suelo y se frotó la barbilla.

- Qué tiempos, ¿verdad?

Kala volvió a tirar de la correa así que aproveché para despedirme. Cuando atravesaba el puente de Galcerán caí de pronto en que no le había preguntado cómo se llamaba el tipo… Pero qué más da, si me lo vuelvo a tropezar cruzaré los buenos días o tardes y los adioses de siempre.

El cielo estaba azul y hacía un sol de justicia.

Saludos, ay, ay, ay, desde este lado del ordenador

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