Echadita pa lante, sin miedo

Por Nicolás Dorta (*)

Sentado delante del ordenador, miro el mapamundi colgado en la pared y me fijo en el Sáhara, lo grande que es. También miro las dos flores de mentira colocadas en un bote de cristal, el lapicero y los rotuladores que ya no escriben. Ya no miro nada más. ¿Cómo empiezo esto?. Había pensado en decir que en Panza de Burro (Barrett, 2020) hay cosas de Junot Díaz, Salinger, Pepe Monagas, que no sé si queda pretencioso, pero da igual. Lo había pensado esta mañana, en la orilla, con las cuerdas invisibles sosteniendo las cometas de los kitesurfistas encima de mi cabeza. Cualquier día el viento nos vuelve locos a todos. Y mientras empiezo, intento escribir como Andrea Abreu (Tenerife, 1995), la autora de este libro precioso. Escribir como hablo, como pronuncio, sin diferencias entre la palabra dicha y la que veo en la pantalla, pero no me sale, porque eso solo lo pueden hacer los que escriben construsión, güerta, pollaboba, fortasé, sangüi, cagalera, trompada, cachorrona, chafalmeja o hiperdino, sin que su literatura pierda un ápice de fuerza, belleza y verdad. Andrea Abreu escribe sin papel transparente, sin forro, encadenando frases y expresiones, hilvanando una historia que esconde una trama oculta, paralela, al acecho, como el vulcán. Estas mismas palabras mal puestas serían como las flores de mentira del escritorio, enseguida te das cuenta de que falla algo, de que falta autenticidad. Sería como la tradición mal entendida. Lo nuestro. Esa falsa identidad. Que no nos vendan motos.

En Panza de Burro, que prologa y edita la escritora y periodista Sabina Urraca, nacida en San Sebastián y criada en Tenerife, hay verdad y sobre todo soledad. La soledad profunda de una niña que quiere ser como otra menos niña que se llama Isora, más sola si cabe. Pero a la vez, esa niña, a la que Isora llama “shit”, se resiste a dejar de ser ella misma. “Shit” ama, admira a Isora, que sabe hablar con los viejos y “no tiene miedo a comer cosas de gente grande”: el mojo rojo, el que pica. Isora, tan perdida como la que cuenta la historia, es echadita pa lante, con su cadenita de la Virgen de Candelaria al cuello porque es más secsi; un ser valiente y también triste, como la neblina interminable del pueblo empinado en el que viven; cerca del monte, lejos del mar, lejos de la playa de San Marcos, que es otro mundo, un sueño. Ellas habitan un barrio con casas de todos los colores “a medio terminar” pero nunca terminadas. Son “mounstruos incompletos”, describe la autora. Es su mundo, el único que conocen. El límite es la última calle del barrio.

El libro habla del descubrimiento del cuerpo, de las flores de bruja que esconde el monte, del amor y la amistad como algo irrenunciable para estar bien en la vida. Es la philia de Aristóteles, cuya carencia nos hace infelices aún teniendo las demás cosas. Por eso la narradora no puede vivir sin Isora y la busca, la ama y la espera. Siempre.

Las casas rurales esparcidas por ese barrio anónimo son espacios que muestran las diferencias irreconciliables de clases, la improbabilidad de que una casa así pueda gustar una niña que entra con su madre para limpiar, porque nadie quiere limpiar lo de otros, lo de esos “guiris jediondos”, cita un capítulo, y menos una niña, que “soñaba con ser secretaria de papeles, no limpiadora”. Existe, como dice Andrea Abreu, “una pared enorme de papel transparente de cocina, el fil, que no me dejaba participar en las mejores cosas de las casas rurales”. La isla disfrutada por los que vienen, o tienen, y limpiada por los que están y no tienen. Las mujeres limpian y los hombres ven el fútbol después de regresar del sur. Todo el mundo está cansado.

La artífice de Panza de Burro hace del feísmo canario un recurso poético que se traslada al lenguaje, con la cautela de no caer en excesos que podrían desmerecer el texto. También mantiene una relación casi mística y a la vez salvaje, con la naturaleza: el monte, el mar, el sol, la lluvia, las nubes y siempre el vulcán, “que podía pegarnos fuego si quería”. Las dos protagonistas salen a la calle a vivir a pesar de todo. Vivir entre las “güertas”, la venta, los kinkis, la guemboi con juegos piratas de su primo de Santa Cruz, las clases de informática para hablar por el mésinge y la esperanza, el deseo más bien, de que llegue un momento en que el azul se mantenga en ese cielo gris brumoso, que empiezas a reconocer cuando bajas por Erjos, llegas a El Tanque hasta Icod, o por San José de los Llanos para descender hasta El Amparo: una isla dentro de otra isla, una zona que podría ser, como dice la escritora, cualquier otra, pero se ubica en esta lapa gigante que se levanta vertical por el norte y suaviza por el sur. Depende de donde estés ves La Gomera, La Palma o solo ves el horizonte confuso, como en el pueblo de Andrea, digo de “shit”, donde todo es pendiente, precipitado, con el pie del bemeta gris metalizado nunca en el freno, como Isora, siempre pa lante, “echadita pa lante, sin miedo”.

(*) Nicolás Dorta es escritor y periodista

Saludos, bajo esa misma panza, desde este lado del ordenador

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