Chocolate negro

Pascal Buniet es un caso aparte dentro del aún pequeño universo negro y criminal que genera la literatura que se escribe en Canarias. Además de esta peculiaridad que explicaremos revelando que se trata de un escritor francés que vive en las islas y que se esfuerza en escribir en español sus novelas, las historias de Buniet aportan originalidad al género policíaco porque se desarrollan fundamentalmente en el sur de la isla de Tenerife. Ese vasto territorio en el que conviven (o convivían antes de la crisis de la Covid-19) residentes españoles con extranjeros.

Los extranjeros, los que viven y los turistas, los que visitan determinados meses del año la isla, son los personajes protagonistas de muchas de las historias de Pascal Buniet aunque el escritor se ocupa sobre todo de estudiar a los extranjeros que han decidido mantener en Tenerife su segunda residencia o el lugar en el que pasar su jubilación. Este grupo, que en La muerte sabía a chocolate (M.A.R. , 2020) es de nacionalidad belga, ha reproducido la vida que hacía en su país de origen de manera milimétrica. Comen en el mismo restaurante, belga por supuesto; ven los mismos programas de televisión, belgas por supuesto también y no se relacionan con nadie más salvo con los que son de su lugar de procedencia. Esto genera comunidades muy cerradas y en cierto sentido pueblerinas porque todos se conocen, solo que el contraste de mantener vivo el espíritu belga (lo mismo sucede con los residentes británicos, alemanes…) se produce en un escenario donde luce el sol, hace calor y cuenta con buenas playas.

El escritor denomina a toda esta fauna turistas profesionales y los diferencia muy bien de los que siendo turistas terminaron viviendo en la isla porque estos se preocuparon en hablar el español y en relacionarse con los originales de esa tierra a la que llegaron de paso y que convirtieron finalmente en suya.

Me dijo que sus clientes no hacían ese esfuerzo, se quedan al margen e incluso muchos evitan frecuentar los lugares donde van los españoles. En fin, que habían venido a reconstruir su mismo pueblo aquí –Bernard sonrió recordando–. Me contó, burlándose, como si esto fuera el colmo que había restaurantes belgas que importaban mayonesa y croquetas de Bélgica. Y no te hablo de las papas fritas –terminó riéndose”.

Pascal Buniet obtuvo con La muerte sabía a chocolate el IX Premio Wilkie Collins de Novela Negra que concede la editorial que ha publicado hasta la fecha tres de las cuatro novelas del escritor y sin temor a equivocarnos no creo que se haya equivocado el jurado al conceder este galardón ya que La muerte sabía a chocolate se trata del mejor libro que Buniet ha escrito hasta la fecha. Ya iba apuntando maneras con su novela anterior, Sombras en la meta, solo que ha domesticado más y mejor sus ambiciones narrativas en La muerte sabía a chocolate, una novela que más que negra es de misterio ya que se trata de resolver un crimen, el del empresario Alfred Van Der Mersch, propietario de la fábrica de chocolate Otelo, que vive en el pequeño y tranquilo pueblo de Steveren. Previamente, Van Der Mersch, tras solicitar los servicios de un investigador privado, Bernard Decrequi, que ha perdido a su mujer recientemente por una enfermedad, lo invita en señal de agradecimiento por un trabajo realizado a olvidar su tragedia personal en una casa que tiene a su nombre en un lugar sin determinar pero reconocible del sur de Tenerife.

La acción de la novela se desarrolla así en el pequeño pueblo de Steveren y en esa ciudad turística del sur de la isla, lo que da ocasión a Buniet para plantear una investigación paralela tanto en Bélgica como en Tenerife con el fin de averiguar quién asesinó al empresario ya que el detective inicia una serie de pesquisas junto a Laura, una amiga italiana. La pareja de detectives mantendrá informado de sus investigaciones al joven e inexperto inspector Tony Bellanger, que trata de resolver el caso con lo medios que tiene a su alcance en Bélgica.

Narrada en tercera persona, otros personajes con calado en este suspense son Pepe el Belga, un hombre con misterioso pasado que lleva años residiendo en la isla donde regenta un restaurante que ha hecho suyo la comunidad belga de la zona y que, entre otras funciones, sirve de confesor de todos ellos, sobre todo cuando los clientes abusan de la cerveza. Belga, por supuesto.

Más allá de la trama y de seguir paso a paso el trabajo detectivesco que emprenden Decrequi en Tenerife y Bellanger en Bélgica, el atractivo mayor de La muerte sabía a chocolate como pasa con sus anteriores novelas es conocer las miserias de esos turistas profesionales solo que ahora ese universo está mucho mejor descrito. Es un elemento fundamental que pone en pie el relato, una mirada distante y socarrona con la que el escritor observa todo ese ecosistema de “turistas profesionales” que viven en el sur no solo de Tenerife sino del resto de Canarias, al tiempo que describe más que sus grandezas, sus miserias y hace que nos preguntemos una vez se resuelva el caso si el escritor volverá a recurrir a Bernard Decrequi y Tony Bellanger en nuevas historias cuya trama se desarrollen en unas costas que, como las nuestras, disfrutan de momento de seguro de sol.

Saludos, la recuperación comienza a ser muy lenta, desde este lado del ordenador

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