Una historia de frontera

Tras No todas las cosas deben tener nombre. Un cuentito del siglo XXI, Iván Vera Martín presenta Los hombres y las libélulas, una novela coral y con aliento épico que revela el temple narrativo de su autor, quien sigue insistiendo en contar historias con agradecido sentido del humor, en ocasiones algo corrosivo, en la que mezcla también dosis surreales para definir una geografía fronteriza que ubica a medio camino entre Norteamérica y Canadá.

No se trata de una novela de género aunque pasen muchas cosas que suelen pasar en las novelas de género porque lo que importa al escritor más que la trama, que se acumulan a lo largo de la novela como las capas de una cebolla, es dotar de consistencia psicológica a los personajes que por ella se mueven. Y la cosa funciona porque esta galería de protagonistas resulta creíble en una geografía que el escritor describe con concisa precisión.

La acción de Los hombres y las libélulas transcurre en Darlington Road, un pueblito que no hace falta apenas describir porque es uno de tantos que hemos visto en películas estadounidenses con cierto aroma rural. Pequeñas comunidades aparentemente tranquilas donde anida y crece una furia arrebatadora que da al traste con el orden hasta ese momento establecido y revela los colores que esconden estos espacios. Un viejo dicho dice que pueblo chico, infierno grande y Darlington Road lo es a su manera porque en sus entrañas late las grandezas pero sobre todo las miserias de sus ciudadanos y de algún foráneo que caiga por ahí.

Se trata de una novela coral a la que se sigue muy fácilmente si el lector está dispuesto a meterse en la piel de sus personajes. Las líneas argumentales están ahí aunque la estrategia se escora a la de contar momentos. Escenas en las que participan los protagonistas del libro. Un libro que mantiene cierta continuidad con No todas las cosas deben tener nombre, aunque más que continuidad sirve para recordar al lector iniciado que ese universo que construye Iván Vera cuenta ya con el suficiente espesor para hacerlo real en una fantasía literaria.

A lo largo de estas páginas sucede un poco de todo, y todo ese todo está muy bien organizado y descrito. Se revela que Iván Vera Machín es además un escritor que prefiere ir al grano antes que marear la perdiz, lo que se agradece en un relato que apenas llega a las 250 páginas. Páginas que atrapan porque cuentas cosas. Al final, las piezas del rompecabeza encajan.

El escritor no es de los que gusta por experimentar, aunque algo tienen en común sus hasta ahora dos libros y es su capacidad para trasladar al lector a otro paisajes, a convivir con personajes que parecen sacados de la Norteamérica más profunda y a sentir con ellos las dinámicas que confunden un poco más sus existencias.

Los hombres y las libélulas
tiene mucho de existencial cuando desparrama a un grupo de hombres y mujeres varados en un espacio donde el frío forma parte de ese mismo paisaje.

Escrita con un estilo que construye con frases cortas y certeras, muy medidas a nuestro juicio, Los hombres y las libélulas se lee con rapidez devoradora aunque sospecho que se trata de esa clase de obras que o gusta o disgusta pero que nunca deja indiferente. Quizá sea éste y no otro uno de los mayores atractivos de un libro que va siempre hacia adelante, sin negar mirar al pasado porque es éste la fuente de la que manarán las turbias circunstancias que plagan el relato. Gustará así a los que gustan de historias aparentemente sencillas que protagonizan personajes aparentemente sencillos. Y se escribe aparentemente porque pese a su aparente sencillez, Los hombres y las libélulas no es una obra sencilla sino, al contrario, uno de esos libros que tras desplegar sus capas acentúa una complejidad que da, no resta, sustancia a la novela.

En cuanto a influencias es interesante tras rastrear en Los hombres y las libélulas su deuda con películas como Fargo (que también transcurre en un estado del norte más norte de los Estados Unidos de Norteamérica, Minesota), novelas escritas por autores como Richard Ford y, sobre todas las cosas, música. Mucha música. La música es, de hecho, un elemento determinante en este libro como lo fue en el primero.

La novela deja patente que Iván Vera Machín es un escritor que se mueve muy bien con los diálogos y son los diálogos por cierto donde se revelan las constantes de los personajes que se aman y mueren en ese apacible pueblecito que no es tan apacible como aparenta. Como sucedía en Blue Velvet, de David Lynch, la otra cara de la villa permanece en tinieblas y solo espera su momento para salir a la luz. Los bomberos mientras tanto saludan a la cámara y los niños juegan en el jardín sin ser conscientes de las sombras que habitan debajo de la tierra. Un mundo incómodo y que no cree en la inocencia aunque ésta palpite en todas partes.

A la espera de su próximo libro, Los hombres y las libélulas y No todas las cosas deben tener nombre, Iván Vera Machín ha sabido construir un universo personal que espero continúe explotando en próximos trabajos. Su universo hace que su lectura sea diferente en unos tiempos que demandan, precisamente, diferencia e imaginación.

Saludos, en el bosque, desde este lado del ordenador

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