Claudia Cardinale, la chica de al lado

Claude Joséphine Rose Cardinale (La Goleta, puerto de Túnez, 15 de abril de 1938), mejor conocida como Claudia Cardinale, es junto a Sophia Loren y Gina Lollobrigida una de las tres grandes estrellas del cine italiano. Su carrera, como las de sus compañeras, tuvo el añadido además de ser internacional, lo que exportó la grandeza de Italia (un país que comenzaba a transitar en democracia tras un poco más de veinte años de fascismo) con la cabeza bien alta gracias, entre otras cosas, a su cine.

No es que fuera una actriz de variados registros pero su belleza magnética, esa sonrisa que desarma y su mirada de ojos castaños obligaba a centrar la atención en una mujer que trabajó a las órdenes de grandes del cine italiano como de fuera de sus fronteras porque seducía tanto dentro como fuera de la pantalla.

Cuenta, y lo creo, que nunca se dejó secuestrar por la fama y la popularidad alcanzada. Y los que la conocieron y conocen coinciden también en apuntar que la base de su éxito se encuentra, más allá de una delicada y tierna belleza, en su extremada sencillez. Fue y sigue siendo una mujer sencilla. Parece de hecho que se ríe de la fama que alcanzó porque sabe, como ese tal Heráclito, que todo fluye y nada permanece.

Al margen de las grandes películas que rodó con Visconti, Fellini y alguno más de ese enorme cine que fue el italiano de los años 40 y 50, a mi personalmente me sedujo Claudia Cardinale en una película pequeña, casi una road movie que se desarrolla por el país con forma de bota titulada La chica de la maleta. Su presencia inunda la pantalla y el personaje que interpreta (háganme el favor y no se la pierdan) logra incluso hacer llorar al corazón más curtido, ese que se cree endurecido bajo el sol. Luego sí, vino El gatopardo, donde brilla tanto o más que Burt Lancaster y Alain Delon (y en la que todo cambia para que no cambie nada) y mucho más tarde el papel de la indómita mujer de Jesús Raza en Los profesionales, que es una obra redonda, maestra, que nadie debería de perderse si es de los que ama y al mismo tiempo aprende con el cine.

Repitió con el western en Hasta que llegó su hora, que es una ópera barroca repleta de tiros, primerísimos primeros planos y paisajes polvorientos en los que Henry Fonda no hace, por una vez, de Henry Fonda y en los que la Cardinale está a su misma altura. No digamos ya de Jason Robards y Charles Bronson.

Coincidió con David Niven en La pantera rosa y el flechazo fue instantáneo. Y no, no es que el caballero británico cayera rendido a sus pies (que también) sino que fue el inicio –como dirían en Casablanca– de una gran amistad que duró hasta la muerte del actor.

Cuenta la actriz con esa sonrisa que desarma que en una ocasión Niven declaró a los periodistas que no dejaban de darle la lata durante el rodaje de la mítica comedia de Blake Edwards que “Claudia, después de los espaguetis, es el mejor invento de los italianos”. Yo me atrevería (ahora que nadie nos lee) a corregir al actor, Claudia es, antes que los espaguetis, el mejor invento de los italianos.

Y se escribe con el corazón.

Y también, aunque menos, la cabeza.

En la galería de imágenes, la actriz en Rufufú (Mario Monicelli, 1958); Rocco y sus hermanos (Luchino Visconti, 1960); La chica de la maleta (Valerio Zurlini, 1961); El gatopardo (Luchino Visconti, 1963); Los profesionales (Richard Brooks, 1966); Hasta que llegó su hora (Sergio Leone, 1969); Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1982) y El artista y la modelo (Fernando Trueba, 2012).

Saludos, ¡qué grande era el cine!, desde este lado del ordenador

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