Siguiendo un Rastro que ya no es mi Rastro

Más de un año cerrado. Otra víctima de la pandemia que recorre el mundo. Con todo, el mundo intenta volver a la normalidad pese a que tras el confinamiento nada es igual que hace, demonios, poco más de un año.

Visito con un amigo el Rastro de Santa Cruz de Tenerife. Ahora ubicado en una zona de aparcamientos de las instalaciones portuarias de la ciudad, más o menos frente a la delegación de Hacienda y un poco más allá el palacio del Cabildo Insular. Hago cola pero no se mantienen las distancias. Con todo, se agradece el irregular cumplimiento de las nuevas normas sanitarias que tienen el objeto (a ver si nos vamos enterando) de velar por nuestra salud al poner freno al virus que parece que flota por todas partes.

Quedamos en la puerta de la Recova, Nuestra Señora de África, y bajamos. Recuerdo, mientras descendemos, aquellos domingos en los que recorría los puestos distribuidos alrededor de, precisamente, el antiguo Mercado de abastos de la ciudad y cómo se expandían domingo sí, domingo no, por las ramblas y calles adyacentes. En aquel Rastro encontré de casi todo pero sobre todo libros. Libros que no recuerda nadie, libros de años de la pera, libros firmados por grandes escritores y libros con fotos de padres e hijos entre sus páginas y que no conoceré jamás pero que ahí siguen, entre las hojas de ese libro donde alguien tuvo que dejarlas olvidadas… En fin, que ir entonces al Rastro era una aventura.

Aventura pero menos es la del nuevo Rastro en tiempos de Covid-19. Y no por qué se tenga que hacer cola para entrar, ni porque te laves las manos con gel hidroalcohólico antes de cruzar el sagrado umbral sino porque no, no es el mismo Rastro. Ni siquiera recoge –aunque sea un poquito– su espíritu.

En cuanto a lo que voy, que es la caza de libros. Salvo un puesto que lleva un conocido no encuentro nada. Bueno, en otro, una tonga de novelas entre cachivaches de todas clases. Entre otros, una cruz de hierro que vale diez euros porque no es original, dice el que lleva ese kiosco.

Una sensación amarga la que percibo mientras voy de puesto en puesto. Sin encontrar nada de mi interés. A este Rastro, pienso, será imposible dedicarle una oda. Un poema o al menos un relato. No tiene la magia del otro, que a base de años terminó por adquirir una identidad que lo hacía diferente. Lo que incluye, y que Dios me perdone, las justificadas quejas de los vecinos.

El sol, mientras tanto, aprieta. El cielo tiene ese azul que solo tiene el cielo de mi pequeña capital de provincias y aunque tengamos el mar a unos cuatrocientos metros no se escucha su murmullo sino el ir y venir de otros ociosos paseantes a los que observo con declarado interés.

No encuentro en sus miradas ni en sus rostros ni en la forma de caminar entusiasmo por encontrar algo entre tanta mesa dispuesta con objetos de todas clases. Un cliente al menos regatea el precio de unas revistas del año en que nació Matusalén, pero el viejo que lo atiende está más pendiente de nosotros que del chaval que dice que mejora su oferta subiendo su regateo a un puñetero euro. El viejo se ríe. Nosotros nos vamos y no sé si al final se cierra el negocio aunque algo me dice que..

Con todo, flota una incierta tristeza en el ambiente. La sensación de que no mereció la pena espera un año y poco más para esto. Por mucho que digan unos que es transitorio, que la idea es volver en diciembre al espacio original si el fantasma que recorre el mundo cede y deja espacio no a esa nueva normalidad en la que estamos instalados sino en la vieja, que es la que evoco en mi cabeza mientras doy vueltas por este Rastro improvisado en el que no encuentro nada de interés. Libros, al menos, que despierten mis casquivanos sentidos.

De momento, y visto lo visto, no creo que vuelva al nuevo Rastro. No es mi Rastro, no es aquel Rastro que visitaba casi todos los domingos con la fe de encontrar algo distinto.

Lo único que no cambia, pienso mientra salgo del espacio acotado, es el sol que casca las piedras. Los goterones de sudor que se deslizan por mi frente. El jadeo constante, lengua fuera incluida, de Kala. Que tira de la correa como si quisiera alejarme de un Rastro que, reitero, para nada es mi Rastro.

FOTO: Andrés Gutiérrez / El Día

Saludos, amén, desde este lado del ordenador

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