Celebramos el centenario del nacimiento de un príncipe austrohúngaro: Luis García Berlanga

“Al llegar a mi cuarta película comprobé que en las dos anteriores, por azar, había metido la palabra ‘austrohúngaro’, que ya de por sí es muy rara, y había salido de una manera lúcida en esas películas. Entonces me dije: “Voy a adoptar esta palabra tan divertida que ya ha salido dos veces”, y la adopté como fetiche, como palabra talismán”.

Hace cien años que tal día como hoy vino al mundo uno de los más grandes directores y guionistas del cine español. Su nombre Luis García-Berlanga Martí (Valencia, 12 de junio de 1921-Pozuelo de Alarcón, Madrid, 13 de noviembre de 2010), y a sus obras me remito para que tomen el pulso del trabajo de un hombre que miró la realidad española de su tiempo con una perversa pero a la vez muy divertida mirada crítica.

Fue tanta su agudeza que pudo incluso sortear la censura cuando en este país te censuraban no haciéndote el vacío y apartándote a patadas de la sociedad como ahora sino cuando los censores (los imagino como cuervos, de cuerpos espigados y siempre vestidos de negro) solo buscaban en el celuloide revelado carne desnuda femenina y escenas de amor “subidas de tono”.

Tuve la suerte de encontrarme en tres ocasiones con el director valenciano.Y las tres resultaron experiencias que dejaron una huella honda en la memoria.

La primera fue hace eones, cuando el mundo comenzaba a ser mundo. Me refiero a ese tiempo en el que los dinosaurios dominaban la Tierra: ¡¡¡los 80!!!

Un amigo y quien les escribe quedamos con el cineasta en el Hotel Mencey y allí hablamos aquellos dos adolescentes que apenas recién llevaban pantalones largos con algo parecido a Dios para nosotros, estudiantes de instituto con aficiones cinéfilas. Berlanga nos cogió desde las primeras preguntas. “Tú quieres ser director y tú periodista”, dijo como quien se come una cucharada de arroz caldoso y no se equivocaba el joven. Lo de joven está escrito sin ironía porque en aquel tiempo Berlanga debía de rozar la edad que tengo actualmente… La de un joven, vamos.

Tras esa experiencia y estando en Madrid un día me encontré en el ascensor de un edificio de oficinas de la plaza de España (ese, ese mismo que imaginan) con don Luis pero me dio reparo preguntarle si se acordaba de mi porque estaba seguro que no. El ascensor subía lentamente las plantas y el silencio se podía cortar con una cuchilla. Cuando llegamos a la suya me dio ganas de gritarle: ¡Los jueves, milagro!, pero no lo hice y ya no tuve tiempo cuando las puertas del elevador se cerraron ante mis narices.

La tercera ocasión, ya ejerciendo de periodista, me invitaron a la capital grancanaria porque había un almuerzo con… Berlanga. Recuerdo que llegamos muy tarde por retraso del vuelo y que tanto el cineasta como sus acompañantes ya estaban en las copas cuando llegamos los chicos de la prensa de la isla de enfrente. Tuve tiempo de entrevistarlo, de todas formas, así que el viaje valió la pena aunque me quedara con el estómago vacío.

Como es razonable, no le pregunté si se acordaba de una vez, en Tenerife, que le entrevistaron dos chavales… porque pensé que no se acordaría así que cuando concluimos con la conversación cerré la boca aunque me dieron ganas de gritarle: ¡¡¡Plácido!!! pero tampoco lo hice.

Como a muchos, me imagino, me gusta más el Berlanga de los años 50 y principio de los 60 que rodaba en blanco y negro que el Berlanga a color que vimos en los 70 y tras la Transición. Es decir, que prefiero su Plácido, Los jueves, milagro, El verdugo, Bienvenido, Mr. Marshall, ¡Vivan los novios!, que el de La escopeta nacional, Moros y cristianos, Todos a la cárcel y La vaquilla, que es una fallida aunque entrañable película sobre nuestra Guerra Civil en la que tanto el cineasta como su guionista Rafael Azcona recuperaron un viejo guión con el que reírse de aquella guerra fratricida sin molestar a unos ni a otros.

Si me dieran a elegir qué películas del director salvaría de esa hecatombe mundial que se anuncia está a la vuelta de la esquina, sin pestañear escogería Plácido (¡Siente a un pobre en su mesa!) porque es un retrato feroz de la España de aquel tiempo que todavía no me explico cómo dejó pasar la censura de aquellos años como tampoco hizo con Los jueves, milagro y El verdugo. También añadiría Bienvenido, Mr. Marshall, más por José Isbert y Manolo Morán y por la canción que desde ese entonces no paro de tararear cuando menos me lo espero: americanos vienen a España gordos y sanos...

Me gusta Las escopeta nacional, y me gusta sobre todo observar al gran Luis Escobar, aristócrata en la vida real, como protagonista de esta ácida visión de cómo se hacían negocios en esa España que gobernó un militar que no fue, precisamente, austrohúgaro, pero tengo la sensación que las que rodó después no son lo redondas que uno esperaba de un cineasta como don Luis. Sí que tiene una curiosidad, Tamaño natural, que es como si Berlanga intentara imitar a otro Luis, don Luis Buñuel, en su etapa francesa que no es, la de Buñuel, la mejor de su –estaremos de acuerdo– impresionante filmografía pero sí que es verdad que en esta cinta se reúnen muchas de las constantes del cine berlanguiano, sobre todo su vena erótica.

Como sabrán algunos, su afición por el erotismo lo llevó incluso a dirigir una colección, La sonrisa vertical, sobre esta literatura. Aún conservo varios volúmenes, entre otros Gamiani, atribuida a Alfred de Musset, y en la que Berlanga escribe un prólogo sin desperdicio.

El cine de Berlanga es tan bueno que, significativamente, es clave para entender un buen pedazo de la Historia de España. La de la postguerra y la Transición a la Democracia. Fue además un director de películas corales, protagonizada por una legión de actores, y cuando estaba inspirado un cronista ácido de las realidades de un país que, ya ven, no ha cambiado demasiado con el paso de los años. De alguna manera, la celtiberia profunda continúa ahí, como el dinosaurio de Monterroso, el problema es que hoy nadie tiene el talento de Berlanga y compañía para reflejar con humor las desgracias nacionales. Nadie se ha percatado que reír es la mejor manera de tomarse las cosas en serio. Más en un país tan cainita y de apaga y vámonos como es el que me ha tocado vivir.

En la primera entrevista que mantuve con él, en ese Hotel Mencey que sigue siendo de película y que terminó publicándose muy recortada en la revista Trampolín que editaba en aquel entonces el Instituto Teobaldo Power de la capital tinerfeña, recuerdo que Luis García Berlanga se quejó de que ya no habían actores como los de antes. Comediantes, recuerdo que los llamó.

Imagino que la sombra de Pepe Isbert y Manolo Morán, entre otros, es muy grande así que uno le sigue dando la razón mientras disfruta del enésimo visionado de su cinta más celebrada, El verdugo aunque yo, y sin querer llevar la contraria, reivindique que está muy por encima de ella Plácido, otra de sus comedias amargas y negras. Con Plácido, negrísima.

Cuando llegó al color, Berlanga se soltó el pelo y se volvió más fallero. Lo suyo ahora era el sainete. Lo dijo en aquella interviú del Mencey que todavía conservo en casete. No la he vuelto a escuchar desde entonces, y mira que han llovido años pero me da miedo. Pero no miedo por escuchar al maestro que diseminaba siempre en sus películas lo de austrohúngaro sino por oír las voces de mi amigo y la mía. Sobre todo la mía. Me da pánico no reconocerme que es lo que pasa siempre que uno escucha su propia voz grabada. En este caso, grabada en la noche de los tiempos, cuando los dinosaurios y los austrohúgaros dominaban la tierra.

Saludos, mil gracias, don Luis, desde este lado del ordenador

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