Los fantasmas de Santa Cruz de Tenerife

Debe tener unos treinta largos. Lleva gafas de sol, aunque estemos en la hora mágica, y me pide unas monedas con voz aguardentosa. Me cuenta que es vasco, que salió hace unas semanas de la cárcel y que está tirado en la calle. Se produce un monólogo incómodo, mientras tanto espero a que salga del supermercado la señorita que me ha dejado de paso a su perro, que tira de la correa con la vista fija en las puertas del súper. Kala, en el otro extremo, sentada, observa al vasco que no deja de hablar. Me fijo en el tipo, lleva un desagradable bulto debajo de la oreja. Me cuenta que se trata de un quiste sebáceo y que espera que se lo quiten un día de estos, “cuándo me toque”, en el hospital. Es bastante desagradable esa pelota, casi del tamaño de una de golf, que tiene bajo el lóbulo de la oreja. Eso me hace recordar pero no, prefiero no recordar aquella experiencia. Ocurrió hace ya unos años… qué año, por cierto.

El perro que no es mío mueve la cola de entusiasmo porque ve cómo sale la señorita a quien estábamos esperando. Kala, para no ser menos, hace lo mismo. Me despido del vasco que pide limosna. De hecho, le dejo unas monedas. Me da gracias reiteradas mientras subo la avenida de Bélgica. Los hechos, si quieres saberlo, pasaron en el súper que se encuentra bajo el antiguo hotel Bruja, así, si en S final.

Digo adiós a mi acompañante y su perro y Kala y yo bajamos por la avenida de las Islas Canarias, que antaño se llamaba del general Mola. Al llegar a la rambla, ahora de Tenerife y hasta hace poco del general Franco, justo donde se encuentra la plaza de la Paz, veo como un hombre que va cogido del brazo de una señora se desloma. Me acerco a él y le preguntó si se encuentra bien. La señora, con voz aguardentosa en un día donde todo son voces aguardentosas, me pide que lo levante, y eso intento. Compruebo que tanto el caballero como la señora llevan una tajada de cuidado, me llega a la nariz el aroma de ron mezclado con el de sudor, Sudor agrio. El caballero gira la cabeza y dirige sus ojos a los míos aunque no me ve. Pregunta entonces con una inocencia de niño “si soy de aquí. De Santa Cruz de Tenerife”. Le respondo que sí y lo siento en uno de los bancos de la rambla. La mujer con voz aguardentosa masculla no sé qué y los dejo con su borrachera. Compruebo que los dos están más o menos bien y camino a casa veo que se han levantado del sitio y que dando eses dirigen sus pasos al kiosco de La Paz.

Cosas así me vienen sucediendo los últimos días. Lo hablaba el otro día con un amigo. Antes, cuando Santa Cruz de Tenerife era más pequeño de lo que es ahora uno se encontraba con pobres y vagabundos de toda la vida. Allí estaba Nacho el gofio y sus perros. Más allá La Heidi y también la señora de gabardina que no se quitaba nunca y que llevaba unas gafas de sol que ocultaban sus ojos y una larga cabellera blanca, cómo si hubiera teñido al ver el rostro del diablo. El legionario que tenía un gorrito en la cabeza y las piernas delgaditas, como dos palillos de dientes y el negro desquiciado que deambulaba por las calles de la ciudad…

Ahora no, ahora los indigentes son el triple y vienen de casi todas partes. Lo sé por su forma de hablar. Me tropiezo casi todos los días, en una ciudad donde es normal tropezarte con los tipos que sueltan del psiquiátrico para que tomen el fresco y que van a lo suyo, con un italiano con los tobillos llenos de llagas. Se le han hinchado las piernas y veo a veces al hombre quejándose en cualquier esquina. No debe de haberse bañado hace unos cuantos meses y creo, pero probablemente sean imaginaciones mías, ver una nube de moscas a su alrededor. Alguien me dijo que antes trabajaba de cocinero en una pizzería y que se volvió majara por las drogas. ¿Qué drogas? Ah, eso no supo decírmelo quien me lo dijo pero se descuidó, reitera, por las drogas.

Un poco más allá me encuentro con otro extranjero indigente. Este es un gigante, pelo echado para atrás y pinta de no saber en que sitio se encuentra. Suele hacer sus necesidades en el baño automático que está a dos pasos del kiosco de la Paz y hasta no hace mucho me lo encontraba dormido en cualquiera de los cajeros electrónicos de la Rambla de Pulido. No es conveniente acercarse a él no porque resulte agresivo, que hasta donde sé no lo es, sino por la peste que emana un cuerpo que no conoce el agua. También por la rambla anda ahora un treintañero, o igual es más joven o viejo, vete a saber, que lleva a cuesta un carrito con un gato negro encima. El gato lleva una correa y parece dócil aunque el tipo a veces se pone a gritar. A nadie en concreto, solo grita. Como grita otro que pasea por el Viera y Clavijo, ese parque en ruinas que se encuentra en pleno corazón de esta descuidada ciudad.

En el Viera y Clavijo se reúnen indigentes para tomar una cerveza y hablar. El otro día, mientras paseaba a Kala, uno tras pegarle un trago a la Solajero que tenía en la mano, comentó que en tal comedor hacen unas lentejas de puta madre solo que ponen muy poco. El resto de los parroquianos coincidió. Efectivamente ponen muy pocas lentejas. Esas mismas que están de puta madre.

La ciudad en la que nací se está llenando de mendigos, Y muchos de estos pobres no lo eran hasta ayer. Lo notas por sus ojos. Parece la mirada de un loco, o de alguien que se pregunta cómo pudo acabar así, tan bajo, abandonado por todos. La familia, los amigos… Alguien dirá que acabaron así por las drogas, que es el comodín con el que justificamos lo injustificable, y otros que se dejaron ir. Las ocasiones en las que he podido hablar con alguno de ellos, en el parque Viera y Clavijo, ninguno supo decirme cuándo y cómo terminaron en la calle. La memoria del inicio se les ha borrado del cerebro o bien no quieren recordar el momento en el que todo empezó a ir cuesta abajo.

Luego están los habitantes del barranco de Santos, un barranco que me fascina y que no ha sido demasiado explotado en nuestra literatura salvo, que ahora me acuerde, La ciudad tiene otra cara, Historias del barranco de Santos y Carpanel, de Luis Gálvez Monreal, José Domingo e Isaac de Vega. También aparece está cicatriz de roca que atraviesa la capital tinerfeña en Los ojos del puente, de Javier Hernández Velázquez y fue ahí, en una de las cuevas en la que moran los que no tienen nada, donde vivió Antonio Bermejo, que apenas dejó obra escrita aunque la leyenda lo acompaña por su involución en una ciudad que no le tendió ninguna mano, y que su novela La lluvia no dice nada desapareciera para siempre no sé sabe exactamente el por qué. La leyenda fantasea que porque en la novela aparecía… Otros que se quemó antes de tomar forma de libro. El caso es que Bermejo, el fetasiano pobre, terminó durmiendo en una cueva del barranco. Consumido en una soledad que, si uno se asoma al abismo, puede llegar a entender. Tanto, que asume que desde uno de los puentes que lo atraviesan, el Zurita, lo escoja la gente para saltar al vacío y desaparecer.

Una vez me encontré a una murchedumbre asomada a la baranda del Zurita y desde las ventanas de los edificios próximos. Todos miraban el cuerpo descolocado de un suicida. No llegue a mirar. No me interesaba ni me interesa pero puedo imaginar la escena.

En fin, paseo con Kala por una ciudad que se empobrece cada día un poquito más. Entre los indigentes hay varias señoras. Una pelirroja y sin los dos dientes delanteros que siempre me saluda, por cierto, y otra que apenas habla porque va todo el día puesta de no sé qué . Forman parte de la particular fauna humana de una capital de provincias que, como decía aquel, muere todos los días en soledad.

Me dan ganas de llorar pero no puedo. No puedo soltar ni una lágrima mientras los que ganan dinero y hacen que trabajan ocupan su tiempo libre en en señalar con el dedo los defectos del otro sin darse cuenta de lo pobre que son. Tan pobres como los pobres que pasan a su lado. Esos pobres que son como los fantasmas sin nombre de Santa Cruz de Tenerife, los parias de la tierra, toda esa gente de la que no se acuerda casi nadie.

Un grito, el melenudo italiano con las piernas hinchadas por las llagas repletas de pus grita.

Otro grito.

Alguien avisa a la policía.

Es un drogadicto.

¿Drogadicto?, no, solo es un pobre.

(*) La imagen está tomada del blog Pretexto, del fotoperiodista Cristobal García.

Saludos, telón, desde este lado del ordenador

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