El grito del profeta

Pasa a mi lado el hombre que grita. El hombre que grita es un indigente que tiene pinta de ser un profeta. Es delgado y largo. Levemente inclinado y lleva una barba blanca que le da aires de orate. Lo escucho ahora mismo, mientras escribo estas líneas porque suele pasearse cerca de casa y casi siempre más o menos a la misma hora. Casi como un reloj. A veces me lo encuentro por la calle y me dan ganas de gritarle como saludo pero no lo hago. Todavía. Los gritos del profeta no son de alarma sino de advertencia, como si quisiera decir apartad de mi, alejarse, carajo… No saben la que se les viene encima. Y sube y baja por la Rambla de Pulido donde un poco más allá está la mujer (loca la llama uno) que le da de comer a las palomas silvestres que viven en esta capital de provincias. Las ratas del aire que diría El Maño.

Al profeta me lo encontré de sopetón un día y nuestras miradas se cruzaron. Sentí recelo porque su mirada era la de un perturbado. Es decir, que no me veía a mi sino a otra cosa o igual, vaya uno a saber, era yo mismo. Así que seguí mi camino con unas ganas enormes de desayunarme unos churros pero la churrería estaba cerrada. Siempre acompañado de la perrita nos subimos al parque de La Granja, donde puede correr y charlar con otros compañeros perrunos cuando más que oír, escuché el grito. Pero no era el del profeta de la barba blanca sino el de un francés con pintas de vaga por el mundo que llevaba una bicicleta a cuestas.

Como no entiendo el idioma no sé lo que iba diciendo, pero sí que los gritos eran en lengua gabacha y que por la entonación, debía de quejarse de algo. O no. La verdad es que lo ignoro y me distraigo con reflexiones que no llegan a nada ni a nadie.

Pregunté a una pareja que paseaba a su perro en el mismo parque de La Granja si conocían a ese francés pero me dijeron que no, nanay, que no sabían de quien podía tratarse. Pero sumé uno más uno y la solución me dijo que se tratan de dos iluminados que no dejan de advertirnos de lo que hay, o de lo que se nos viene encima.

Me encuentro en la plaza que está en la calle del padre Anchieta a uno durmiendo y tapado hasta arriba (como si fuera un cadáver) en uno de los sillones que hay en el entorno, y el otro día a un tipo durmiendo en un colchón que habían arrojado entre unos cubos de basura. Debajo del puente que cruza a pocos metros de La casa del carnaval, uno ha improvisado una vivienda y muy cerca, otro se ha montado una caseta de campaña… Quise pensar entonces y ahora que los gritos de los dos profetas eran lo que dije: advertencias y no gritos para espantar el miedo. Un reclamo angustioso de lo mal que están yendo las cosas aunque no nos demos cuenta todavía…

Termino este texto que no busca nada con el grito del profeta de barba blanca que pasa debajo de casa. Pese a la hora que es, nadie le llama al silencio, lo que entiendo como una señal de respeto y no de tolerancia, que solo implica desprecio.

Ahhhh, ahhh.- se escucha el grito, grito que gradualmente baja de volumen a medida que el hombre se aleja de la calle, de pasar debajo de mi ventana.

Saludos, ahhh, ahhh, desde este lado del ordenador

Escribe una respuesta