Norman Mailer, los hombres duros no bailan
Tengo amigos que son confesos admiradores de la literatura de Mailer, por lo que debo de admitir que deberían ser ellos y no yo el que escriba estas líneas que pretenden rendirle modesto homenaje. He leído, sí, algunas novelas del escritor, pero nunca me llegó al corazón ni me tocó el alma. Disfruté mucho leyendo Los desnudos y los muertos, es verdad, pero quizá se deba a que durante unos años me dediqué a consumir literatura sobre la II Guerra Mundial, de un bando y del otro, empapándome de todo aquel cúmulo de experiencias que volcaban en sus obras escritores de distintos pelaje. Entiéndase mi admirado James Jones, autor entre otras de De aquí a la eternidad y La delgada línea roja, títulos que cuentan además con estupendas adaptaciones cinematográficas, y de escritores que combatieron en el bando de los malos oficiales como Sven Hassel (prometo que algún día intenatré describir lo bien que me lo pasé leyendo las aventuras de la tropa del batallón de castigo con Hermanito y Porta a la cabeza) y Willi Heinrich, entre otros.
En casa espera pacientemente, mientras tanto, que coja un día de estos su celebrada La canción del verdugo de Mailer, aunque sí disfruté de El parque de los ciervos y de Los hombres duros no bailan, que son novelas que sin bien me costó un riñón meterme en ellas, pasado el ecuador de la ecuanimidad, terminaron por sumergirme en el universo de sus personajes, y en la crítica ácida que derrama sobre algunos ellos con implacable y aplastante autoridad. Lo que te hace pensar que estás ante el trabajo de un escritor que además de contar cosas sabía como contarlas.
Y con eso ya es suficiente.