Porque la sangre es, efectivamente, vida

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Cada día tengo más claro que vivimos en unos tiempos francamente detestables. Será cosa de la dichosa crisis y de la gripe A, de cómo se ha resuelto el caso del Alakrana y del cínico buenismo políticamente correcto de quienes han vendido su alma al diablo. A veces tengo la tonta sensación de que estoy en un mal sueño, y pese a las adversidades que me vienen impuestas desde fuera, casi todas ellas innecesariamente dolorosas por humillantes, intento conciliar las que me muerden por dentro. Esos monstruos que inocentemente dejaste pasar un buen día a tu roto corazón ajeno a su rabia de vivir.

En días como estos, donde todo se desmorona sin necesidad de catástrofes naturales y sí mucha necedad de quienes me rodean y seguramente la mía propia, porque nadie está libre de pecado, pasear por mi santuarios particulares, esos oasis donde me hablan amigos y enemigos en silencio se me sube a la cabeza. Y pretendo, como si todavía fuera una especie de Lovecraft de provincias, reconstruir mi realidad hecha añicos. Cojo entre mis manos en una librería de La Laguna la continuación de Drácula, titulada ahora Drácula, el no muerto, novela firmada a dos manos por el biznieto de Bram Stoker, Dacre Stoker e Ian Holt y lamento sinceramente que el caballero transilvano no se encuentre entre nosotros para beberse la sangre de ese señor que tan poco servicio ha prestado a su ilustre apellido. Y pienso cuando leí Drácula por primera vez y también por segunda y por tercera. Todo un mérito para un lector que no suele releer los libros que más le han agradado. Con Drácula, quizá porque la sangre es vida, me pasó y me pasará todo lo contrario. Mi admirado Oscar Wilde dijo en una ocasión que se trataba de la mejor novela de todos los tiempos. Y no le faltaba razón. Porque Drácula es tan buena tan buena que prácticamente ha sido imposible traducirla al cine. Sí, Drácula cuenta con numerosas versiones cinematográficas pero ninguna se acerca al espíritu original de la novela. Ni esa barroca visión embriagadoramente romántica que rodó el casi siempre potable Coppola, ni las victorianamente sexuales del maestro Terence Fisher.

Stoker, que tuvo una vida igual de desgraciada que los personajes que se enfrentaron en su novela al rey de los vampiros, fue además autor de otros libros que han sido eclipsados por el que, a mi juicio, es su indiscutible obra maestra. Entre otros títulos, cuenta con deliciosas aventuras góticas de aliento victoriano como La joya de las siete estrellas y La guarida del gusano blanco, también llevadas al cine con muy mediocres resultados. Sin embargo, donde el escritor resplandece con el mismo nervio narrativo que Drácula es en sus cuentos cortos. Es autor, entre otros, de pequeñas y deliciosas obras maestras diseñadas para estremecer nuestros huesos como La casa del juez, El entierro de las ratas, Las arenas de Crooken, El secreto del oro creciente, La mujer india o su inquietante Almas gemelas. Cito estos cuentos entre otros muchos porque los he vuelto a releer en estos días de pesadilla con la esperanza de que trituraran esos malos sueños que a veces asaltan la costa de mis ideas como siniestra pleamar, y lo mejor de todo es que han conseguido lo que en un principio tomé por imposible, que rompieran dentro de mi cabeza la fatigosa experiencia diaria absorbido como estaba en su gimnástica lectura.

Por eso, y porque sus novelas y relatos siempre me calman pese a que unos insistan que nunca fue un gran escritor por su literaria sencilla y directa, no saben lo agradecido que le estoy a su fantasma al guiarme la semana pasada a una librería de Madrid y que allí me topara con su entretenido libro de ensayo Famosos impostores, editado por Melusina.

Se trata de una rareza donde nos cuenta con un insólito sentido del humor y entusiasmo aleccionador retratos de canallas que intentaron (y en algunas ocasiones lo lograron) engañar al mundo.

Sacudo la cabeza y le comento al espectro de Stoker que es una pena que ya no esté físicamente en el mundo. Y me pregunta ese gigante etéreo de casi dos metros que por qué. “¿Que por qué? Porque hace falta gente como usted para desenmascarar a todos esos impostores que hoy están instalados entre nosotros.”

Su fantasma desaparece y me deja solo en esa calle extraña de Madrid. Y entonces fue y sigue siendo entonces cuando al caer la tarde me parece ver entre los peatones con sus compras al viejo conde Drácula al otro lado de la acera. Me mira, se acaricia el bigote y me sonríe para mostrarme los colmillos.

Saludos, stokermanícos, desde este lado del ordenador.

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