El derecho de ‘morir’ en paz

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El derecho de vivir en paz. Lo cantó en una de sus canciones más emotivas que son esas canciones que pese a que discurra el tiempo permanecen inalterables en tu memoria. El pasado viernes, 4 de diciembre, una multitud acompañó al cortejo fúnebre del cantautor chileno Víctor Jara, torturado y asesinado por los militares tras el dramático golpe de Estado que hundió un poco más, si sabe, la esperanza de millones de personas en todo el globo terráqueo aquel nefasto 11 de septiembre de 1973.

La desaparición de Jara, cuyo cadáver tuvo que ser enterrado en la semiclandestinidad en un modesto nicho del Cementerio General, el mayor de Santiago de Chile, regresó el viernes al mismo nicho pero en esta ocasión acompañado por el calor de sus compatriotas. No sé si es una cuestión de justicia poética, pero con este entierro Chile pretende cerrar una parte muy amarga de su agitada historia reciente.

Admito que pese a no ser un buen oyente de cantautores diversos, la trova de Jara sí que supo colárseme dentro quizá porque la mayor parte de sus letras las teñía de contenido político. Lo sé, vale que muchas de esas mismas letras quizá hayan quedado desteñidas con el paso de los años, sobre todo las emocionadas que dedicó a la Cuba castrista, pero que quieren qué les diga, varias me las sé de memoria. Y cuando alguien tan olvidadizo como yo sabe de memoria alguna que otra canción es porque esas mismas letras supieron consolidarse en su cada día más olvidadiza memoria.

Mis recuerdos sonoros de Víctor Jara me llevan a las cintas de música que circulaban por aquel entonces. La mayoría de ellas pirateadas gracias a los amigos que te las grababan directamente del disco de vinilo. De todas formas, una de las primeras cintas originales que tuve fue precisamente de Víctor Jara, su incombustible Te recuerdo Amanda, cinta que, desgraciadamente, acabó por deshilvanarse de tanto ponerla en el reproductor. Eran otros tiempos, claro está, y escuchar aquellas canciones casi se convertía en un acto delirantemente transgresor porque el viejo general hacía poco tiempo que había dejado este mundo.

Tras Víctor Jara llegaron más tarde a mis manos los trabajos de la cuadrilla de la Nueva Trova Cubana, y si bien me gustaba Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, no terminaban de entrarme del todo porque no me hablaban de política como yo quería que me hablaran de política: a voces y con una guitarra.

Bueno, es cierto que Milanés cuenta con una épica canción dedicada a Salvador Allende que todavía me pone los pelos de punta pero Silvio… Silvio no dejaba de cantar aquello de la era ha parido un corazón o La Habana, día de un año que, en fin, para aquel adolescente que era capaz de renunciar a un capítulo de Vacaciones en el mar para meterse en un mitin donde actuaban los de Quilapayún, Inti Illimani, Calchakis, no terminaba por convencerlo del todo.

Eran otros días, insisto, y flotaba en el ambiente un tonto entusiasmo político poblado de banderas canarias con las siete estrellas. Yo tenía una de esas mismas banderas, y la agitaba como un idiota por la Rambla mientras la gente desde los coches me animaba a que la meneara con más fuerza.

El paso de los años fue destruyendo todo aquel entusiasmo digamos que diletante. Me di cuenta que los paraísos socialistas eran paraísos artificiales, y que la bandera tricolor que tenía colgada en la cabecera de mi cama había perdido, discúlpenme ustedes, sus colores.

Ese proceso de cambio me hizo descubrir un día que las canciones de Silvio empezaban a gustarme un poquito más, aunque Silvio, a quien tuve ocasión de conocer años más tarde en una caótica rueda de prensa, comenzó a gustarme menos como persona. En aquel importante trabajo de demolición que estaba sacudiendo a mis ideas (pobladas de consignas ahora que lo pienso tan terroríficas como patria o muerte venceremos) todos aquellos mitos latinoamericanos que tenía colgado en mi dormitorio junto a los protagonistas de El planeta de los simios, comenzaron a perder –digamos que con elegancia– cierta autenticidad y autoridad.

Así que un día me decidí a quitar de las paredes los carteles de Fidel y Che, dejando los de Taylor, Cornelius, la doctora Zira y el doctor Zaius como testigos, supongo, de por dónde iban mis lealtades.

No he dejado de estar pese a todo informado de cuánto acontece en la isla de Cuba, país por el que siento una extraña y pasional devoción. De hecho, creo que soy hasta una especie de especialista, aunque hoy tarde más tiempo en digerir los disparates que allí se producen. Reconozco que este proceso de limpieza resultó a la postre demoledor porque no hay nada más demoledor para un idealista diletante que renunciar a sus iconos. Pese a todo, conservo todavía aquella cinta inservible de Víctor Jara. Por algo será.

Me ha emocionado así y desde la distancia que el cantautor haya tenido el entierro que se merece. No sé, lo entiendo como una deuda pendiente, una manera dolorosamente larga de poner cerrojo a unos tiempos donde cantar significaba reivindicar ese derecho que todavía no han conseguido algunos de vivir y morir en paz.

Saludos, a lo hasta la victoria ¡siempre!, desde este lado del ordenador.

One Response to “El derecho de ‘morir’ en paz”

  1. Anónimo Says:

    Muchas gracias por recordarnos tiempos pasados, aunque de tortura y fascismos, que unieron a mucha gente, artistas o no, en busca de justicia y libertad. “Te recuerdo Amanda” y tantas cosas… el ideal igualitario. Qué nazcan otros “Víctores Jara”. Parace que cualquier tiempo pasado fue mejor.

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